En aquella casa rural, situada en la campiña cordobesa, los muros de tapial encalados propiciaban un microclima fresco, bajo el inmisericorde sol de agosto. En un rincón sombrío de la estancia, una anciana dormitaba en su mecedora acolchada, al tiempo que se mecía levemente. Fuera, el aire se inflamaba en un aliento tórrido y seco, y el emparrado dibujaba sobre el suelo empedrado un encaje de sombras. En su duermevela, los recuerdos se le agolpaban y hacía esfuerzos por centrar su pensamiento en cosas intrascendentes e indoloras de su vasta vida. Recordó una enigmática canción que ella solía canturrear, con el fin de sobreponerse a descorazonados recuerdos.
“La hija del Mao ha parido un chao,
con las cachas rochas y el fusinalcór,
cutibín cutibán, charolero charolán…
¡Qué charay chanforl!
¡Con las cachas rochas y el fusinalcór!”…
Su voz, grave y quebrada, pero aún melódica, no estaba exenta de ritmo y le hacía gracia su extraña letra. Aquella canción, sin saber por qué, le hacía reír y le sacaba del sopor en el que le envolvían las horas más calurosas de la tarde.
–¿Qué canta la abuela que no se le entiende nada?
–¡A saber!… No le hagas caso, está senil…
–Pues parece que a ella le divierte mucho.
La abuela tampoco entendía aquella letrilla que en su mente se enredaba de manera tan obsesiva; pero se decía que siempre sería mejor reírse sin motivo, que amargarse pensando en las cosas malas de la vida. Se preguntaba si la memoria le jugaba la mala pasada de recordar la música de una melodía ya olvidada y si la letra sería un extraño idioma, que antes dominaba y ahora desconocía por completo. No sabía qué significaba aquella canción; pero sin pensar en ello, una y otra vez la tarareaba y se sentía feliz…
Había tenido una vida llena de privaciones y las tragedias se habían cebado en ella de manera cruel; pero cuando visualizaba las más horribles imágenes de su pasado, entonaba aquella absurda canción y reía sin saber de qué y se le pasaba la pena.
“La hija del Mao”… –¡Ja,ja,ja!
La abuela reía hasta saltársele las lágrimas y todos los pensamientos negativos desaparecían como por encanto…
Los días, como afilados cuchillos, fueron cortando su piel dejando marcas indelebles. Cada arruga, cada nueva cana, era premonición de un desenlace cierto, inevitable y… ¡necesario!
Miraba al pasado y los años parecían breves y veloces en su trascurrir, al tiempo que el futuro más inmediato le parecía insondable y eterno.
¡Fue tan corto su pasado!… Lo rememoraba con tanta intensidad, que las emociones le hacían acelerar el corazón hasta dejarle extenuada. Atrás quedaban ochenta y dos años de esperanzas, sinsabores, algunas alegrías y la añoranza por el amor recibido y entregado con generosidad. Había transcurrido todo con tanta rapidez, que sentía profunda pena por tantas cosas que dejó de hacer a causa de la falta de tiempo, la desidia, la inconsciencia o el egoísmo. A su edad ya no esperaba nada, aunque se negaba con rabia a aceptar su impotencia. Sólo le quedaban sus recuerdos y, como el agua de un cazo puesto al fuego se evapora hasta quedar vacío, su memoria desaparecía poco a poco, cada vez más y más desvaída y seca.
–Carmen: el único tesoro que nos queda al final de la vida, es el de los recuerdos –le dijo a su hija con la que solía conversar por las tardes, mientras tomaban un té con pastas.
–¿Olvidas a tus nietos?… Yo creía que ellos son lo más valioso que tienes.
–Más valiosos sí; pero ellos no son míos ni de nadie… –replicó la abuela– Las personas son libres y sólo se pertenecen a ellas mismas. Los recuerdos son propiedad de quien los tiene, por eso digo que son mi único tesoro.
–Visto así… –asintió Carmen, con un ligero encogimiento de hombros.
–A veces siento que pierdo la memoria y me preocupa quedar privada de ella…
–Bueno… madre –respondió la hija, tratando de animarla– Es natural que olvidemos algunas cosas… Yo misma no recuerdo a veces ni dónde estoy.
La abuela se daba cuenta de que los mecanismos de su mente se anquilosaban, haciendo sus pensamientos incoherentes y sus recuerdos más y más imprecisos. Sus músculos, atrofiados, hacían sus movimientos inseguros y temblorosos; las articulaciones crujían con dolor a cada paso que daba y toda su vitalidad se apagaba, como lo hace la luz de una vela cuando la cera derretida ahoga su llama…
Sí, la abuela estaba ya senil y era feliz, sin recordar hechos vividos en la guerra, ni la muerte de seis de sus hijos, algunos de manera trágica. Ya no necesitaba recurrir a absurdas canciones que la distrajeran de sus pesadillas; aunque, tal vez como un acto reflejo, seguía cantando con exasperante monotonía aquella canción que ocupaba todo su pensamiento.
Un día la estaba entonando, cuando un convulso sollozo le partió el alma. No fue capaz de recordar la letra y retazos de sus más negros pensamientos se abrieron camino entre la niebla de su mente.
–¿Qué te pasa abuela?
La abuela no dijo nada y desde entonces siempre está acurrucada, callada y mirando fijamente ante sí, ajena a todo. Su mente quedó congelada en sus más terribles recuerdos y muda, con expresión de infinito estupor, parece esperar el fin de sus días.