“El maletín rojo”
La musiquilla sonó tres veces, ella intenta frenarla, y cerrar de nuevo los ojos para volver a las imágenes que su cerebro no sabe cómo retener.
¿Por qué un escalofrío inapropiado le levanta todo el vello de su piel?
Se calza las zapatillas que descansan a los pies de la cama. Y, anuda su desnudez con la camisola que esta tirada en el galán de noche.
Puestos los vaqueros, la blusa negra con cuello desbocado sale del cuarto de baño. En el tostador pan blanco a medio hacer, dos lonchas de jamón, y comiendo a bocados le deja las bolitas a su gatita. Junto a un bol con agua no sabe el tiempo que tardará en volver.
Coge los ferrocarriles catalanes, después enlaza la línea de metro.
Cuerpos y piernas andantes, es hora punta y cuando la puerta del vagón se abre, ella respira un olor indefinido.
Como autómatas nadie mira a nadie, solo a un punto que debe ser la salida, nos apiñamos como podemos deseando abandonar aquel mundo sin sol.
La entrevista la hicieron los de recursos humanos.
La antigua trabajadora Leocadia, nos dio muy buenas referencias sobre usted; dijo un chico joven, empezará el lunes, el contrato lo recogerá en el puesto de trabajo y tendiendole la mano muy amablemente se despide de ella.
Sin tiempo para pensar, mientras espera el ascensor. ¿No es lo que quiero? –Los ahorros se están terminando, Estel termina hablando sola.
Un carraspeo y el sonido de una llave hace que se vuelva, solo logra ver una espalda ancha y medio maletín rojo entrando por la misma puerta donde ella acaba de salir. En su loca subida no se dio cuenta que había otro ascensor.
¡El lunes llegó más rápido que de costumbre. Con el móvil en la mano, y una bolsa de tela colgada en el brazo, Estel sale de la boca del metro.
Tiene que caminar unos diez minutos. ¡Ya lo ve! Un edificio todo de cristal en el barrio de Gracia. ¡Por dios qué altura!, catorce pisos.
Poniendo su mano en el picaporte de la puerta de entrada, la cual se abre sin llamar, entra en el rellano, de mármol blanco el suelo, en las paredes colgadas un par de alfombras persas. A la izquierda un pequeño mostrador de color blanco lacado, donde un hombre con uniforme habla por teléfono. La sensación que tiene de frío no la puede disimular.

–Perdone, le llama la atención el hombre de uniforme.
¡Siii, contesta Estel!–.
–¿Eres familia de Leocadia?

–Es mi tía, ¿Por qué?
–No hija! –dice el buen hombre–, es que ella y yo teníamos muy buena amistad.
Estel, mira su reloj de muñeca, se despide deprisa porque cree que llegará tarde tiene que subir trece pisos.
Una mujer muy alta la recibe, con cara de no haber tenido orgasmos en días, le dice como saludo, mañana puntual, entregándole el contrato que tiene que firmar.
Dentro de un cuarto que es el de las escobas, con la bata y los zuecos puestos Estel mira la cantidad de ventanas y ninguna se puede abrir.
¿Qué agobio? ¿Cómo su tía Leocadia aguanto tantos años allí?
Y otra vez delante de la secretaria, no está sola, una mujer rubia con un cuerpo escultural y don de gente, mantienen una conversación.
Se refieren a un tal Nilo. ¿Quién será el personaje? –Se pregunta Estel mientras espera que le toque su turno.
Muchacha aquí tienes la lista de tu faena, recuerda que estás de prueba.
La mujer se ha puesto nerviosa cuándo se da cuenta que otra persona escucha la conversación.
Estel intenta no perder los nervios: lleva tres años sin trabajar después de terminar la carrera; en este bendito país.
Francisca Morato Oliva.