Acababa de cumplir cincuenta años y la apatía se había adueñado de mí, aunque el resto de la gente me considerara una triunfadora. Trabajaba como ejecutiva en una empresa multinacional, tenía mi propia vivienda y parecía que me comía el mundo. No recordaba donde lo había leído, pero era cierto, las onomásticas acabadas en cero dolían mucho más que las otras. En mi caso, con más de la mitad de la esperanza de vida consumida, soltera y sin compromiso, mirando desde la distancia y el sobrepeso a mis alocadas décadas anteriores, cada día me amargaba un poco más en un deterioro silencioso que había estallado de manera descontrolada con ese maldito guarismo. Por no hablar de la cada vez más cercana entrada a ese estado que me cambiaría física y mentalmente – en palabras de mi madre- o que, según estudios científicos, revolucionaría mis hormonas: la menopausia. Y aunque lo viera como una liberación de un yugo con el que jamás me sentí cómoda, tanto bombardeo también había terminado por hacer mella en mi estado de ánimo.
Apenas salía ya de casa, ni antiguos amantes ni amigas íntimas lo conseguían. No me motivaba ir al cine, al teatro o a conciertos; tampoco lo conseguía una de mis pasiones: bailar; por no mencionar la intensa vida cultural de mi ciudad llena de presentaciones de libros, exposiciones o conferencias. Ni tan siquiera el ir de compras y adquirir nuevas prendas me hacía feliz, más bajo ya no podía caer. Gran parte de culpa – toda sería más exacto- era debido a cómo me veía frente al espejo. La celulitis y la grasa no habían aparecido de repente, sí la forma de mirarme y de no gustarme. De esta manera, en un proceso lento pero muy destructivo, comencé a percibir como los espejos sólo reflejaban «michelines», piel colgando de brazos y barbilla y profundas arrugas que cambiaban mi rostro. Por eso, los evitaba cada vez más.
Hasta que un día de ese aciago año, al menos hasta entonces, estando dentro del probador de una tienda de ropa me detuve más de lo habitual al ver cómo un atrevido vestido marcaba y realzaba las escasas curvas que aún me quedaban. Era de color granate – Burgundy, dijo la cursi de la vendedora- de amplio escote en uve y con media espalda al aire. Durante unos pocos instantes, el desencanto y mi persistente desgana se esfumaron y mi huidiza mirada se convirtió en alegre al saborear una olvidada sensación de bienestar. Del miedo inicial al mirar la talla, imaginando que no sería la mía, ya no quedaba ni el recuerdo. Era perfecto y disimulaba muy bien los engrosamientos y deslizamientos de piel acumulados en los últimos años. No busqué más y me lo llevé de inmediato.
Pagué la prenda simulando indiferencia y recordándome que sólo se trataba de no desentonar entre el resto de compañeras del trabajo en la celebración de la boda de una de ellas.
Lo que nunca supe es porque elegí ese en concreto. Al llegar a casa algo me desconcertó. Últimamente, me limitaba a colgar cualquier ropa que me comprara en el armario hasta que llegaba el obligado momento de usarla. En esta jornada, no. Inexplicablemente, me lo volví a probar. Aunque sin anular ninguno de mis defectos, parecía que de manera paulatina estos se fueran disipando con el renovado brillo que desprendía mi porte. Sin reparar mucho en el cambio producido en mí, días después fui buscando el acompañamiento adecuado: un insinuante conjunto de ropa interior, unas medias negras con blonda, unas sandalias plateadas de tacón altísimo y un bolso de fiesta a juego. Parecía que fuera al encuentro de un ardoroso amante cuando nada estaba más lejos de esa realidad.
Decir que tuve éxito el día de la boda, sería injusto. Estar en la cima del mundo, sentirse deseada y admirada por todos, algo que definiría mejor cuanto ocurrió. Se me acercaron muchas personas. Los hombres destilando deseo en la mirada casi todos; las mujeres, mostrando además de envidia, malsana curiosidad en conocer dónde había adquirido la vestimenta.
De la celebración surgieron tres citas. Tres caballeros distintos: uno más joven que yo ( ojos claros, futbolista profesional y jinete de una moto de gran cilindrada, viva imagen de lo que albergaba en su entrepierna); otro maduro, todo un caballero de abundante pelo plateado ( el súmmum de la elegancia antes, durante y después de nuestro tórrido encuentro); y el tercero, un orondo pero gracioso empresario al que le sobraba el dinero y le faltaban amigas divertidas, inteligentes y con ganas de pasarlo bien sin más preocupaciones ( viaje y estancia pagada de una semana en el Caribe). Tras ellos no necesité nada más para recuperar mi autoestima.
Desde aquel día ya ha pasado todo un año. Ahora sí me detengo ante los espejos, y no niego que algún sacrificio en mi alimentación también he hecho. Pero lo único que me importa, lo único que busco, y afortunadamente encuentro, es estar satisfecha y en paz conmigo misma. Desde luego, los temores desaparecieron después de mi cambio. Incluso puedo asegurar que la liberación personal del yugo me llegó, no siendo el holocausto que unas y otros pronosticaban.
Todavía aquel vestido está colgado en mi armario. Muchos días hablo con él, le cuento mi devenir diario, es mi confidente. Le seré fiel aunque ya no pueda llevarlo. Poco me importan las tallas de más o de menos, lo importante soy yo y mi satisfacción. Sin engaños, deseando zambullirme en una segunda parte prometedora, tan llena de vida como lo fue la primera.

JoseM. Lopezmonco