—Yo soy Dios— me dijo la licuadora. Sonreí descreído, pero solamente por cos-tumbre. La licuadora se encendió y me destrozó la mano.
Luego de curar los pedazos de lo que ahora formaba mi nueva mano, las imágenes del mundo llegaron a mí.
Vi la enorme e interminable guerra humana: hombres, mujeres, niños cuyos cadáveres amputados sólo eran ya carne sin nombres que se corrompía al sol.
Mientras el dolor iba calmándose debí reconocer que estamos hechos a su imagen y semejanza.
Sin garantía

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