Se va empequeñeciendo el universo ocre y azul de la costa. Atrás quedan los paseos tranquilos que abanicaba la brisa, el olor a salitre y pescado, el aroma de los galanes de noche que crecen entre las casitas del malecón. El tren sigue su curso. Avanza con un suave y cachazudo traqueteo, rumbo a la capital. A esas horas de la tarde veo como el sol languidece y desfilan por la ventana los últimos edificios del extra radio. Aumenta el ritmo y los campos de vides y olivares comienzan a alternarse con colinas de tierra árida. Para no caer en el sopor abro el libro electrónico. La historia me atrapa un buen rato, hasta que el carrito con las viandas se para delante de mí. Siento ganas de volver, de quedarme para siempre en los olores, sabores e imágenes del fin de semana. Me entristece que no haya marcha atrás, que el tiempo corra inexorable poniendo tierra de por medio.

Mi destino se sonríe. Me observa desde el cubiculo del despacho que ocupo en la planta tercera. Yo le tanteo con una mirada felina. Entonces se acerca. Un hombre de mediana estatura y bigote inglés irrumpe en mi memoria. Habla sobre un tal Rusell y yo atiendo sólo con los ojos. A mis dieciséis años la filosofía nada tiene que ver con mi mundo, hasta que menciona la felicidad. “¿Que hay que hacer para ser feliz?”, pregunto con la intención de sacar partido a una clase que me sume en el aburrimiento. “Elegir serlo”, responde cuando suena el timbre. “Vaya una frikada” me digo, aunque en el fondo tengo la impresión de que trata de decirme algo. Y esa clínica curiosidad mía se empeña en buscarle una y otra vez el sentido sin ser consciente de que algunas cosas sólo se comprenden hacia delante, cuando la vida nos pone en un brete. O cuando diferentes circunstancias confluyen para armar nuestro rompecabezas personal.

Se ha hecho la noche. En la ventana no veo sino el reflejo de mí misma, la mesita del pasaje y el cuaderno sobre el que escribo. Que suerte la mía poder recrear el fin de semana, viajar tranquilamente en primera clase sin necesidad de conducir, tener un trabajo que garantiza mi independencia, contar con una familia unida, amar y ser amada, gozar de salud. Son tan incontables las razones para dar las gracias que un tren de vuelta no alcanza para escribirlas. Mi viejo profesor sonríe desde el púlpito. “Eso es”, comenta satisfecho, “Muchos buscan la felicidad, pero ¿cuantos la viven?”. Camina de regreso hacia la puerta del aula. Y se desvanece.