Llevo tres horas en camino desde que salí de la capital y aún me quedan otras tres horas de carretera para llegar a mi aldea natal.

Me llamo Javier. Tengo 45 años y vivo en Madrid. Trabajo en una multinacional y siempre que puedo intento coincidir mis vacaciones con las fiestas de mi aldea.

Me gusta escaparme hasta allí. Dos semanas completas en las que disfruto, del verde de mi tierra, del olor de la hierba mojada, de la tranquilidad de la aldea. Poder pasear con tranquilidad y ver a los vecinos trabajar en sus campos, con las lechugas, las patatas, los grelos, las cebollas,…etc.

Llego cansado del viaje a casa de mis padres y lo primero que hago después de saludar a mi madre, es darme una ducha bien fresquita y dormir un rato para disfrutar de la tarde. Para las fiestas aún quedan un par de días y mientras tanto quiero disfrutar de la paz y de los míos.

Un par de horas más tarde y después de haber comido, ayudo a mi madre a limpiar la cocina de leña, en donde tantas veces nos hemos reunido a celebrar fiestas familiares o degustar los ricos manjares de mi abuela y de mi madre. Como en la cocina de leña, no se come en ningún lado.

Por la tarde, aprovechamos para ponernos al día y paseando la acompaño al Centro Sociocultural para la reunión quincenal de palilleras de Camariñas. Desde que enviudó hace bastante tiempo, el grupo la mantiene bastante animada.

Mientras ella está en el Centro, yo aprovecho a dar una vuelta. Me ha dicho que no me preocupe, que su amiga María la acompañará a casa como siempre. Entonces aprovecho para ir al campo de la fiesta, a tomarme una cervecita a la tienda-bar de Josefa, mientras veo al abuelo sentado en el banco viendo a su nieto jugar con el nieto del Cojo, el de la Botica. Porque aquí se sigue llamando Botica no Farmacia.

De repente, un puñetazo me hace girar la cabeza y ver la mesa que está al fondo. La peña de los jubilados está jugando a una partida de dominó y uno de ellos, llamado el Bizco, se ha enfadado porque ha vuelto a perder una vez más.

Al acabar decido a andar por los caminos un poco y por cada sitio que atravieso es un vecino que me saluda. Es lo bueno que tiene la aldea, aquí todos nos conocemos y cualquiera ayudaría a otro si estuviese en un aprieto.

  • ¡Anda! ¡Unas ovejas! Hacía años que no veía unas -.

Detrás de ellas, veo corriendo a Oliveira, su dueño.

-¡Oliveira! ¿A dónde vas tan deprisa vecino?-.

  • Estas ovejas, que cualquier día me matan de un disgusto. ¡Estaros quietaaaassss! Ufff, menos mal que se han parado en la pila. Te dejo, Javier, no se me vayan otra vez a escapar-.

Y allí va, rápido como una flecha, se dirigió hasta ellas y las encaminó hasta su sobrino donde estaba esperando con el resto del rebaño.

Yo seguí mi camino, e inesperadamente vi a lo lejos una chica pelirroja menuda muy sonriente y sentí una punzada en mi estómago como si la conociese de toda la vida. Seguí caminando y nuestras miradas se cruzaron. Yo le regalé un hola y ella a mí una dulce y tímida sonrisa que me dejo embobado. Tan embobado que consiguió que me diese contra la única cabina de teléfono que quedaba en la aldea. No la volví a ver.

Después de aquella torpeza, decidí volver a casa. No sin antes pasar por casa de mi amigo Rogelio y ver a sus dos princesas, dos vacas rubias gallegas, como las llama él, Mariana y Rubia. Y siempre acabo llevándome un cántaro de leche fresca recién ordeñada.

Y llegó el día del patrón… Bombas de palenque, pasacalles de la banda de música, misa en la capilla, procesión y lo mejor… la sesión vermouth.

Por la noche, después de la cena, quedé con Rogelio para tomar unos “cacharros”.

Recordamos viejos tiempos y anécdotas y cuando comenzó la orquesta a tocar nos animamos a echar unos bailes.

Él se dirigió hasta Rosita, la hija de la panadera. Llevaban un tiempo viéndose y los deje a su aire.

Yo, por el contrario, estuve un rato observando el panorama, hasta que una mano me tocó por detrás…

Era  Berta, mi novia de la adolescencia. Me sorprendió verla tan radiante, tan guapa. La invité a tomar algo y nos pusimos al día. Era mirarla a los ojos y volver a ser un loco adolescente. Hablamos sobre nuestra vida y ella me comentó que por trabajo, andaba entre Barcelona y Madrid.

  • ¡Qué bien! – Pensé para mí

Después de un rato charlando de cosas banales, no aguantaba más, y acabé preguntándole si estaba casada y para mi sorpresa me dijo que se había divorciado hace poco.

Decidí no perder la oportunidad y la invité a bailar. Me propuse esa noche intentar recuperar aquello que perdí hace tanto tiempo.

Y así fue, estuvimos bailando durante horas, compartiendo risas con Rogelio y con Rosita, al compás de las canciones del momento o de los clásicos que nunca fallan: “Bienvenidos”, “La Barbacoa” o la mítica: “Miña Terra Galega”.

Bien entrada la madrugada, decidimos volver a casa. Rogelio, llevó a Rosita hasta su casa. Y yo acompañé a Berta…mientras caminábamos, nos vinieron muchos recuerdos a la mente, muchas risas. Al llegar, me invito pasar al porche y me ofreció una copa de vino que yo acepté gustosamente.

Disfrutamos de la estupenda noche que hacía, deleitando un buen vino. Nos preguntamos tantas cosas, que hoy en día si lo pienso aún no recuerdo mucho de lo que hablamos aquella noche. Pero, de lo que sí, que no nos olvidamos es de aquella atracción que nunca desapareció entre nosotros.

Y poco a poco, casi sin darnos cuenta, nos fundimos en un cálido y profundo beso. La noche con ella fue pasional y romántica, hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien.

A la mañana siguiente, le comenté que tenía que volver a Madrid en dos días y que volviese conmigo. Ahora que nos habíamos reencontrado, no quería perderla de nuevo. Ella aceptó sin dudarlo. Desde ese momento, Berta y yo retomamos una historia sin  final.

 

 

 

 

 

 

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