00Miguel me atusa dulcemente la mano. Parece mentira con lo hoscas y atribuladas que eran sus manos, con el tiempo han logrado refinamiento, dominio sobre su fuerza bruta.
Levanto la cara, me está mirando. Me mira con esos ojos de cachorro perdido y lastimero; con lo cenizo que es, seguro que me está llorando antes de irme…, le conozco tan bien que… Sobre sus ojos se ha posado la niebla de los años aunque no han perdido la ternura a pesar de esas arrebolados de arrugas que acarician su años.
Le miro sintiendo la gratitud que se me escapa sin querer, con ese amor que da el roce, el tiempo…, y busco entre las telarañas de la memoria aquel joven que conocí con apenas veinte años.
Miguel era guapo, muy guapo. Extrovertido, parlanchín, culto y divertido. Como se decía en aquellos tiempos, hubo flechazo en el mismo instante en que nuestras voces se rozaron en el aire. Yo era camarera, y él un señorito bien de una ciudad de provincias. Yo, trabajaba para sacarme unos estudios con el enfado de mi padre que deseaba que me quedara en el pueblo y desposara con alguien que acrecentara las tierras familiares; para mi tiempo era una muchacha díscola e independiente en mi fuero interno.
Miguel era ya un apuesto abogado, además de tener novia reconocida, y de su misma clase, pero hubo algo que condujo a sus sentimientos por caminos muy distintos a los de Casida, su chica como dicen ahora.
Al principio, él se debatió entre lo correcto que era Casilda y la pueblerina que era yo, sin haberes y, como único aval, mi belleza. Sí, hasta yo debía reconocer cuando veía fotos mías de aquella época que era muy hermosa. De esas bellezas limpias, sanas, sin necesidad de acudir a afeites que engalanaran mi tarjeta de presentación. Tampoco tenía falsas pretensiones y mis pies estaban demasiado clavados a la tierra para permitirme ciertos sueños. La discreción y la prudencia, mi carácter tranquilo me ayudaron a escalar los montículos sociales que nos separaban. Bueno, fue una ficción porque el tiempo demostró que no trepé ni las paredes de mi casa.
Nos enamoramos poco a poco, sin prisa, pero sin pausas. La declaración oficial de sus sentimientos a sus padres fue toda una tormenta que no acalló ni tiempo después de estar sus padres en la tumba. A él le perdonaron, pero no a mí que había truncado los planes de futuro para su hijo. Era una sociedad hipócrita, consintiendo, tapando cualquier desmán moral; todos estaban corrompidos, hasta Don Severino, el guía espiritual de mi suegra. Gracias a su ejemplo, dejé de pisar la iglesia. Ellos taparon los escarceos de faldas de Miguel. Claro, mi culpa fue callar, asentir, y hacer que nada veía. Le amaba demasiado hasta que dejé de quererle. Todo tiene un límite, hasta los sentimientos.
¿Por qué no me fui? Mis hijos, mis hijos me ataron a la pata de la cama de su padre. No, nunca tuve miedo de perder, Dios lo sabe bien. Sabía que no tenía nada, odiaba esa sociedad mentirosa, ellos tampoco me querían. No me fui porque el amor a mis hijos era lo que de verdad era real, limpio y puro en mi vida mientras su padre iba de triunfo en triunfo. Pero como todo en este mundo, los caminos se agotan, y has de volver a caminar, esta vez de regreso, cuesta abajo. Y allí estaba Matilde, yo, para recoger los escombros.
Los años pasaron, la vejez llegó, y Miguel se acopló a mi brazo hasta hoy.
No quiere escuchar a los médicos ¡Pobre!, tiene terror a la soledad, al eco de las paredes de su alma. Por él estoy aguantando, me da lástima. Guardo las pocas fuerzas que me quedan para cuando Miguel se acerca silencioso, se sienta, me agarra la mano y me mira con esos ojos de perrillo maltratado, abandonado.
El ser una octogenaria me ha hecho perdonar, olvidar mis duelos…, he dejado de sufrir por mi pasado, aunque no olvido que Miguel está aquí, ahora, porque su vejez le ha prohibido todos los placeres de la juventud.

… Me vuelve a acariciar la mano, se la acerca a la boca y me la besa suavemente; es lo último que he sentido antes de cerrar los ojos…

 

 

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