Josemari es un joven de complexión atlética al que nunca le gustó hacer deporte; también es presumido y muy aseado, aunque odie perder horas frente al espejo y le desagrade el contacto con el agua y el jabón. 

Desde muy pequeño sus padres estuvieron muy preocupados por él. Cuando expresaba que la sopa no le gustaba, era la de verduras, la de letras o la de cocido las que luego siempre comía. Cuando pedía por Reyes un balón de fútbol, solo montaba en bici y la pelota criaba telarañas. Cuando en un curso escolar decía odiar las Matemáticas, una sucesión de matrículas de honor y premios extraordinarios coronaban sus calificaciones en esa asignatura. Cuando le preguntaban que ver en la tele, Dragón Ball decía, pero rápidamente cambiaba de canal y veía cualquier peli clásica en TCM. 

Tanto inquietaba tal comportamiento a sus progenitores que, nada más alcanzar la pubertad, lo llevaron a psicólogos, hospitales especializados y psiquiatras de varias partes del mundo. Tras haberle llenado de cables por todo el cuerpo, realizado decenas de escáneres y encefalogramas, obteniendo informes difusos y no concluyentes, una eminencia teutona en la materia —el profesor Hans Muller— se atrevió a diagnosticar su mal. Una de esas enfermedades raras e incurables —curiosamente conocida con el nombre de «patología de Hans Muller»— en las que el lado izquierdo de su cerebro era dominado por el derecho, y al contrario. En la última consulta retiró cualquier medicación a Josemari y aconsejó a los padres despreocuparse del problema: «Su hijo tendrá una vida normal y será completamente feliz, contra gustos no hay nada escrito». Junto al informe que Hans Muller elaboró estaba una factura de seis cifras por su sesuda investigación. 

De esta manera, la vida de unos y otros siguió su curso. Josemari se doctoró como ingeniero aeronáutico con brillantez aunque le apasionaran realmente los barcos. Encontró rápidamente un empleo como corredor de bolsa, pero Josemari le hubiese gustado tomarse un año sabático para recorrer el Amazonas. Apegado a la vida en el hogar familiar, pronto adquirió una vivienda y se independizó.

El edificio era uno de esos enclaves modernos con pocos vecinos y cinco plantas más ático, construido sobre un céntrico solar tras haber sido derribadas un par de casas de renta antigua. Josemari vivía en el dúplex del ático aunque a él la altura nunca le gustase. Tenía como vecina de piso a Esther, una atractiva programadora de videojuegos que solo aparecía por su hogar a dormir y no todos los días. A pesar de eso, a Josemari le gustaba encontrarla en el ascensor y entablar conversación con ella con la intención de invitarla a cenar, o a lo que surgiese después. Pero la dichosa patología fue interponiéndose entre esos planes. En realidad,  ocurría que con mucha frecuencia pasaba el tiempo charlando con el vecino del primero B, Asier, un enclenque juez de instrucción al que le gustaban las maquetas de aviones, los peluches y, por supuesto, el atlético Josemari.

En un atardecer veraniego, tan largo como caluroso, Josemari y Esther mantenían una conversación llena de equívocos e insinuaciones a través de la terraza colindante cuando la chica recibió una llamada telefónica que interrumpió bruscamente la conversación. Tras esperar un rato a que acabara, Josemari decidió, si es que en él esas cosas se decidían como en el resto de los mortales, bajar hasta el primer piso e invitar a cenar a Asier. 

Acudieron a uno de esos lugares de más fama y diseño que buena gastronomía, aunque Josemari fuera un excelente gourmet y un entusiasta de los buenos vinos. Tras el postre, Josemari,  cansado de la conversación y antes de tomar café,  que por cierto aborrecía, se le declaró. Como cabía esperar, un sorprendido Asier le dio un sí que resonó en todo el local e hizo girar la cabeza a camareros y comensales.

A Josemari siempre le gustó tomarse las cosas con calma. Por eso la boda se fijó en poco menos de un mes. Partidario de celebraciones sencillas y austeras, la de ellos fue multitudinaria y con un gran banquete servido en un céntrico hotel de cinco estrellas. Josemari apenas probó bocado y solo bebió zumos y agua tónica. Sin embargo, Asier, que parecía haber multiplicado su poca envergadura, degustó cada plato haciéndolos acompañar por botellas de Ribera, Albariño o Cava del Penedés. 

Habían alquilado una suite en ese mismo hotel. Una vez despedidos la mayoría de invitados, los recién casados subieron hasta la suite comiéndose a besos por el camino. Mientras que Asier estaba en el baño, Josemari pensaba en la celebración y en su flamante marido. Cuando este salió solo cubierto con un taparrabos imitación piel de leopardo, los ojos de Josemari se desorbitaron. Por eso se incorporó y con la disculpa de tener que ir él también al excusado, salió al vestíbulo, recogió sus ropas y abandonó habitación y edificio.

Se adentró en las estrechas calles que estaban a espaldas del hotel pobladas de camellos, chaperos y meretrices. Fácilmente arregló un encuentro con la primera que pronunció: «Cincuenta, el completo», caribeña de culo exagerado y vestido varias tallas más pequeño. 

Las escaleras de madera crujían cuando subieron al primer piso, a la pensión ‘La andurensana’, donde alquilaron una sucia habitación con lavabo y bidé más suplemento por toallas y sábanas. Allí, en aquella cama que gemía con más sinceridad que aquella mulata, Josemari, con el regocijo de su lado derecho cerebral, completó más de un encuentro sexual. Entretanto, el lado izquierdo maldecía en silencio al profesor Muller y añoraba a Asier.


( incluido en el libro de relatos: Hojas Incendiarias.)