Las vacaciones estivales sacaban de quicio a Berta, mi amante desde hacía cuatro años. Solo ahora, con el tic-tac de cada segundo como flechas que fueran directas al pecho, es cuando me doy cuenta de lo mucho que la transformaban. Mi error había sido menospreciarla. No solo a ella, al resto de mujeres también.

Veía a Berta la tarde de los miércoles, principalmente para compartir mantel y cama, aunque no siempre por ese orden. Sin embargo, en cuanto llegaba agosto debíamos dejar de vernos. Ese mes yo lo pasaba en el chalet de la playa con Susana, diecisiete años desde que nos casamos, y con Arturo y la pequeña Clarita, nuestros hijos. A cuatrocientos kilometros y pico de mi amante era imposible estar con ella a las tres y con mi mujer para cenar.

Para tener contenta a Berta había probado todo lo que un hombre puede hacer en estos casos; desde un ramo de rosas rojas con unos pendientes de oro dentro, pasando por un vestido de Carolina Herrera, y llegando hasta inventarme el año pasado una reunión urgente con mi socio chino para así estar un día entero juntos. Ninguno de mis regalos había conseguido que Berta abandonara el gesto torcido y ya sabía lo que me esperaba los primeros miércoles de septiembre. Tras el postre, a ella le entraría un terrible dolor de cabeza. Pero lo peor no era irme del apartamento de Berta a dos velas, no. Era que, nada más cruzar a media tarde la puerta de casa, mi mujer arrugaría las cejas y torcería la boca para acabar por preguntarme si me encontraba enfermo al aparecer varias horas antes de lo que en mí era habitual. Tenía la capacidad para seguir inventándome excusas desbordada y prácticamente estaba convencido de que mi mujer algo sospechaba.

Berta tenía quince años menos que yo y trabajaba dando clases de danza oriental en un gimnasio. Atraía la mirada de cualquier hombre, y casi la de todas las mujeres. Era alta, rubia, aunque teñida, y cuando hablaba, también a veces cuando pensaba, parecía una colegiala, lo que convertía en mucho más atractivo el lado salvaje que por completo desplegaba nada más quedarse en ropa interior. Vivía en un apartamento de alquiler, uno de esos en la que todas las viviendas son iguales y tienen la misma decoración. Un edificio impersonal, sin portero, y al que yo accedía por el garaje evitando que alguien me reconociera.

Berta siempre me decía que yo era muy atractivo. Quizá fuera porque conservaba todo el pelo aunque con alguna cana, y porque tenía un cuerpo que había moldeado a base de hacer mucho ‘cardio’ subido encima del sillín de la bici de ‘spinning’. No aparentaba haber llegado al medio siglo a pesar de haberlo rebasado hacía poco más de una década.

Mi amante siempre quería más y con un día a la semana no se conformaba, pero yo no estaba dispuesto a perder la mitad de la cuenta corriente si me divorciaba. Además, de llevarlo a cabo, no tardaría mucho en tener que buscar otra Berta que me alegrara los miércoles. No podía evitarlo, me gustaban demasiado las mujeres y nadie me iba a quitar de la cabeza que el matrimonio era la tumba de la pasión. Susana era la prueba irrefutable. Si alguna vez le interesé, pronto fueron los niños los que ocuparon mi lugar; después, solo tuvo entre ceja y ceja la vida de lujo que se podía permitir por ser la esposa de un empresario con cuentas en varios paraísos fiscales.

La mañana de los miércoles no programaba reuniones, la dedicaba a firmar las partidas de gastos de la fábrica. Mi secretaria se encargaba de no pasarme llamadas, aunque entre rúbrica y rúbrica, mientras me encendía un ‘Montecristo’, encargaba en el mejor restaurante japonés de toda la ciudad sushi con mucho ‘wasabi’. Era nuestra comida favorita. En cuanto podía, pasaba a recoger el encargo sin olvidarme de comprar la botella de ‘Brut Rosé‘ con la que siempre acabábamos por achisparnos, y eso que nunca nos la bebíamos antes del primer asalto. Nada más cruzar la puerta del apartamento corríamos hasta la ducha. Berta decía que necesitaba quitarse enseguida el olor agrio a sudor del gimnasio. Estando los dos bajo el agua, y una vez que la espuma corría por su piel tras haberse enjabonado, hacía lo propio conmigo. No soportaba mi olor a habano. Al salir del baño íbamos dejando un reguero de gotas por la moqueta camino al dormitorio. Luego, a media tarde, comíamos y descorchábamos el champán, así reponíamos fuerzas para repetir. En ocasiones, más de una vez. Berta era un volcán y yo cumplía como si fuera un veinteañero. Ya no me sorprendía lo milagroso que eran esas pastillitas azules con forma de diamante y que me había acostumbrado a tomar poco antes de acudir a la cita de cada miércoles.

La parte de Berta que me empezaba a incomodar aparecía al aproximarse los últimos días de julio. Nada más verme, se me tiraría al cuello y los besos los prolongaría hasta quedarnos sin aliento. Parecería hiperactiva en la cama, pero justo antes de que las burbujas empezaran a subir por nuestras copas, me diría aquello de: «solo me quieres para esto». A continuación, soltaría que la trataba igual que a una furcia. Con la almohada empapada por mocos y lágrimas, acabaría diciéndome: «si te vas, no vuelvas», a la vez que miraría por el rabillo del ojo por si me vestía y lo hacía. Así se había comportado Berta cada año antes de que me fuera de vacaciones. Empezaba a cansarme.

 

Aquel miércoles, último día de julio, con cuarenta grados sobre el asfalto, salí un poco antes de la oficina. En una joyería del centro compré un anillo con un pequeño diamante e introduje la cajita en la del ‘body’ de raso rojo que tan solo unos días atrás había pedido por internet. Tras recoger la bebida y el sushi, aparqué en doble fila frente al gimnasio. Un poco más tarde, el nombre de Berta se apagaba y encendía en la pantalla de navegación. Nada más aceptar su llamada, sin esperar a que yo abriera la boca, soltó de golpe:

—Hola, no sé si me habrás ido a buscar. Hoy no tenía clases y me quedé en casa.

También hablaba raro, como si leyera lo que me acababa de decir. Su voz sonaba lejana y excesivamente metálica.

—Hola mi amor, qué mal te escucho, debe ser el altavoz de este coche… —no se me ocurrió mejor pretexto para adivinar qué le ocurría —Estaba esperándote afuera. Si me hubieras avisado habría ido directamente al apartamento. Arranco y llego en diez minutos. Estoy deseando verte…

—Te espero —me interrumpió pasando a escucharse un pitido continuo. Me había colgado sin el habitual «Te quiero» con el que siempre terminábamos las conversaciones.

Algo le pasa, pensé. Si de nuevo tiene previsto montarme el numerito, mejor sería guardar el anillo. No estaba dispuesto a consentirle llantos y reproches. No me gustaba mezclar trabajo con placer, aunque yendo hacia su apartamento fui pensando en cómo sería mi secretaria en la cama. Más de un año llevaba trabajando en la empresa y no era la primera vez que me había imaginado sus largas piernas enroscadas a mí espalda según mordisqueaba sus labios prominentes. Poco me importaba si tal grosor ella solo lo conseguía a base de pinchazos.

No creo que recrear las curvas de mi secretaria fuera motivo suficiente, lo cierto es que parecía que todos los semáforos se habían puesto de acuerdo y me impedían avanzar. Cada vez que giraba una esquina me encontraba con una luz roja que me obligaba a detenerme. Me costó llegar hasta el apartamento de Berta media hora más de lo habitual. En cuanto cerré el coche, por si acaso, guardé la cajita en el bolsillo interior de la americana. El paquete de La Perla no lo podía camuflar. Delante de la puerta, y antes de llamar al timbre, saqué la ropa interior de la caja desplegándola para que me tapara la cara.

—Eres un encanto —dijo Berta agarrando el ‘body’ con las dos manos en cuanto abrió.

Sonreía como una ‘Barbie’, pero su voz tenía un tono muy distinto al de siempre. No se mostraba disgustada, tampoco contenta. No había alargado ninguna sílaba y tampoco daba pequeños saltos como hacía en cada ocasión que algo le gustaba. Di un paso para entrar e hice por besarla, aunque solo rozándole los labios. Llevaba puesto un minivestido sin mangas escotado y unas sandalias de tacón altísimas. De sus clases siempre salía con mallas, camisetas ajustadas y zapatillas deportivas. Salvo cambiar las mallas por vaqueros ceñidos, nunca llevaba puesto nada diferente. A pesar de mi insistencia, miles de veces me había dicho que calzarse tacones era una tortura.

—¿Te gusta? ¿Cómo te sentará? —dije en mitad del vestíbulo, aunque mi deseo solo era saber si soltaría el zarpazo con sus quejas de un momento a otro.

—Mucho. Luego me lo pruebo. Ahora tengo la mesa puesta. He cocinado unas alcachofas rellenas y el pollo está terminando de asarse —respondió de seguido, como si soltara una jaculatoria.

No tuvieron tiempo mis ojos de parecer platos. Sin que ella hubiera acabado la frase del todo, se fue abalanzando sobre mí. De repente, me agarró por la nuca y me encontré con su boca pegada a la mía al mismo tiempo que su lengua entraba hasta mi campanilla. Me empezaba a faltar el aliento cuando Berta dejó de explorarme. Se retiró y ni me miró. Dejó caer el brazo con el que sujetaba el ‘body’, se giró de golpe, parecía que fuera a esquivar algo, y, arrastrando la prenda a la vez que andaba como una modelo de pasarela, se fue por el pasillo hacia la cocina. Entonces sí que alargué el cuello hacia delante. Me quedé hipnotizado viéndole subir y bajar las nalgas cruzando una pierna por delante de la otra. Ni se tropezó ni se desplomó a pesar de estar subida sobre los doce centímetros -calculé- que debían medir aquellos tacones.

El olor a pollo asado me hizo salir de mi atontamiento. ¿Pollo y alcachofas? A mí no me gustaba el pollo ni a ella las alcachofas. ¿Qué buscaba? No me entretuve en averiguarlo, todavía sentía las cosquillas del beso anterior. Eché a andar y desde la entrada levanté la voz para que me oyera.

—El champán está caliente y llevo sudando desde que salí del despacho, mejor nos duchamos primero ¿no?

Tras ver el culo de Berta marcándose por debajo de la tela, no me apetecía cambiar el guion de nuestros encuentros. Aunque si a ella se la ocurría soltar una excusa o directamente una negativa, yo fingiría tener una llamada en el móvil y saldría corriendo de su casa. También de esa relación.

—Lo que tú quieras —respondió Berta—. Vete para la ducha mientras que meto la botella en el congelador y me desnudo. No tardo ni un minuto.

Respiré aliviado y sentí de nuevo el calor bajando por el abdomen.

Abandoné el baño tambaleándome. Nuestros polvos siempre estuvieron plagados de sobredosis de adrenalina. Como amante, Berta era capaz de excitar al mismísimo Walt Disney sin necesitar que lo descongelaran. Pero aquel día, en la ducha, Berta me hizo caminar por el cielo y el infierno a la vez. Nunca la había visto así.

—Si me desmayo, no llames al 112, llama a la funeraria directamente —le dije entre risas para ver si se calmaba en cuanto pude poner un pie afuera y empezar a secarme con la toalla.

—No te preocupes —me contestó al mismo tiempo que entre jadeos ella seguía tocándose bajo el agua.

Haciendo eses llegué al dormitorio. Me tiré de golpe sobre las sábanas cayendo bocabajo. Los gritos de Berta desde el baño se escuchaban con nitidez. Algún vecino acabaría llamando a la policía, fue lo último que pensé antes de dormirme o, tal vez, de perder el conocimiento… porque sentí como si me golpearan en la nuca un segundo antes de que mi mente se quedara a oscuras.

Cuando desperté, estaba en penumbra. Berta debía de haber bajado la persiana. Seguía desnudo, tenía la piel de gallina y tiritaba. Me dolía la cabeza, lo que me hizo llevar la mano hasta el cogote. No tenía ningún chichón ni rastros de sangre. Mis piernas casi no me sostenían en pie e hice por cubrirme con algo, pero en el dormitorio no encontré la toalla con la que había llegado hasta allí, tampoco sábanas ni colcha alguna.

«Berta ¿dónde estás?» dije varias veces sin obtener respuesta. Fui hasta la cocina. El pollo ya no estaba en el horno ni sobre la mesa platos o copas. Abrí la nevera. Estaba vacía. Tampoco había rastro alguno del sushi o del champán.

El eco devolvió mi llamada a Berta en el baño. Detrás de la puerta tendría que estar mi calzoncillo, mi traje y la camisa, pero no había nada colgado allí. Regresé al dormitorio, abrí el armario y lo que empezaba a sospechar se confirmó: la ropa de Berta tampoco estaba. Solo quedaban perchas y cajones vacíos.

Al no saber cuanto tiempo habría estado durmiendo, empezaba a sospechar que mucho, instintivamente miré hacia la muñeca, tampoco llevaba el reloj puesto. Lo busqué hasta debajo de la cama, era como si se hubiera volatilizado. También había desaparecido la televisión del salón y cualquier indicio de que el apartamento estuviera habitado. Como si fuera un león enjaulado, fui varias veces del baño hasta el dormitorio y, de ahí, hasta el salón y la cocina. No entendía qué podía haber pasado con Berta cuando caí en la cuenta de la gran claridad que entraba por la terraza de la cocina. Las tardes que yo pasaba en el apartamento siempre era la primera habitación en oscurecerse. Ahora, el sol, que se veía en mitad del cielo, entraba hasta la puerta de la cocina donde yo me encontraba. ¿Había pasado toda la noche allí sin que me enterara? ¿Me había quedado dormido o había perdido el conocimiento? ¿Alguien había secuestrado a Berta y desvalijado el piso? Cada pregunta me hacía sentir como si alguien me diera un martillazo desde adentro de la cabeza.

Por mi frente empezaron a correr unos churretes de sudor y los temblores iban desde los dedos hasta los hombros. Estaba cada minuto más confuso, sin saber qué debía hacer, en el momento que escuché el cerrojo de la puerta abrirse. Por instinto, me cubrí mis partes con manos y brazos según corría a refugiarme en el dormitorio. Ya dentro, abrí la boca para llamar a Berta, aunque apenas consiguiera emitir un murmullo. Lo que sí que se oían eran los pasos de más de una persona por el pasillo. No tardarían nada en abrir la puerta tras la que yo escuchaba. De pronto, un escalofrío me fue recorriendo la espalda al mismo tiempo que una mezcla de supervivencia y vergüenza me condujo a introducirme dentro del armario.

—Y esta es la habitación… —por la rendija pude ver que quien hablaba era un policía de uniforme; de espaldas a mí había otras dos mujeres, o eso me pareció, porque no conseguía distinguirlas bien— …aquí le encontramos.

Hubo un largo silencio hasta que el hombre continuó diciendo:

—Señora, el resto creo que ya lo sabe usted, ocurrió tal y como le ha contado la vecina del piso de abajo mientras subíamos los tres en el ascensor. A mitad de agosto, con todos estos apartamentos de alquiler desocupados menos el de ella, el fuerte olor que se percibía por el patio interior la llevó a llamarnos.

Vi que una de las mujeres asentía y que la otra abría su bolso para sacar un pañuelo. El policía siguió hablando.

—No me extraña lo del olor, piense que, según el forense, el cadáver llevaba una semana sobre la cama. El piso estaba vacío, no ha tenido inquilinos durante el ultimo año según la empresa de alquiler, pero a su marido lo encontramos con el traje puesto, la cartera intacta y con un anillo guardado en el otro bolsillo. Mire, para nosotros es un misterio. Si usted ni nadie sabe lo qué él hacía aquí, a nosotros nos será complicado averiguarlo. Lo único cierto que conocemos es que tuvo un paro cardíaco fulminante y que no presentaba signos de violencia.

¿De quién estaban hablando? No quería creerme lo que pasaba por mi cabeza cuando la mujer que había sacado el pañuelo se giró para sonarse la nariz. En ese momento pude ver su rostro. Era Susana, mi esposa.

No podía seguir más tiempo escondido. Poco me importaba esa historia de la que hablaban, la vergüenza de aparecer desnudo o si mi mujer me iba a asaetear con un millón de preguntas. Alguna buena excusa me inventaría.

—Susana, me han debido drogar y robar. Solo me acuerdo que había salido a comer y que me he despertado desnudo en este piso. Tráeme algo de ropa y nos vamos cuanto antes a casa. Estoy todavía algo mareado…

No pude seguir hablando. Por un momento, dejé de mirar a Susana y mis ojos coincidieron con los de la otra mujer. Era Berta y parecía que con una de sus manos estuviera apretando mi garganta porque empezaba a no llegarme el aire a los pulmones. Junté las palmas de las manos suplicando y di dos pasos hasta estar a un metro y medio de ellas dos. De inmediato, escuché un click a la vez que sentía sobre la sien algo frío y metálico. La voz del policía sonó como un latigazo.

—No dé un solo paso más —. Sin retirar el arma, se volvió hacia Berta y Susana para añadir sin dilación: —¿Alguna de ustedes había visto a este individuo antes?

Hice la intención de abrir la boca, pero de nuevo noté la presión del cañón sobre mi cabeza y el aliento de aquel hombre sobre mi cogote, que volvía a no quitarme ojo. En ese mismo momento, vi a Berta guiñar un ojo a Susana y como esta le devolvía una sonrisa a la vez que, como si fueran una sola voz, ellas contestaban:

—No, agente, no lo hemos visto en nuestra vida.

 

 

 

***