Primera parte

Pegadas a nuestra vida viajan un buen puñado de canciones. La huella que nos dejan se distingue en la manera que miramos, en como pensamos o en como amamos. A veces, escribimos sobre lo que han supuesto para nosotros; en otras, nos gusta superponer nuestra voz sobre su melodía y, a menudo, al hablar de ellas los recuerdos nos inundan poniéndonos la piel de gallina, más si las escuchamos al mismo tiempo. Sin duda, son unas fieles compañeras, tan leales como cualquier perro con su dueño.

Alguna, no necesariamente aquella con una calidad musical fuera de lo común, es como una maquina del tiempo que nos trasladara al pasado nada más escuchar sus primeras notas. Además, si cuando se nos pegó a la piel éramos aún adolescentes corriendo tras un mundo de adultos, la marca que queda no se nos borra nunca. Esto es lo que a mí me ocurre con ‘We shall dance‘ (httpts://youtu.be/vgdYaWVVe9g). Una canción himno interpretada por el cantante griego allá por los años setenta del siglo pasado.

En cuanto escucho las primeras notas, se proyectan en mi cabeza siempre las mismas imágenes, el mismo recuerdo que se subió a mi vida en un lejano día de otoño hace ya más de cuatro décadas. Todo empieza con un ‘traveling’ sobre un plano general de Madrid, enfocando las cumbres de Guadarrama desde el sureste de la capital con el tejido de la ciudad mezclándose con el horizonte. Hoy en día, hay zonas ajardinadas, edificios de más de quince plantas en los que poder contemplar el atardecer sobre el perfil de las montañas o en los que ver el brillo del sol rebotando en los tejados de las casas al mediodía. Pero al compás de la música, esos  fotogramas, de repente, cambian el color  por el sepia envejecido mostrando ahora campos cultivados de trigo, alguna carretera sin coches y una ciudad mitad de la actual… la canción no deja de sonar y yo empiezo a ser espectador de mí mismo. 

Camino junto a un amigo, adolescente como yo, por una carretera estrecha. Vamos hacía un barrio que, aun perteneciendo a la capital, se encuentra aislado de esta por solares vacíos llenos de matorrales, muebles viejos y basuras junto a un par de antiguas fábricas de cerámica. Ascendemos una loma siguiendo un muro donde alguien ha pintado la palabra ‘libertad’ que se encuentra tachada en cada letra. Un torpe intento de aquella policía de entonces por convertirla en ilegible, solo consiguiendo que destacara más todavía.  

Según me adentro en ese territorio, me cruzo con niños descalzos y los mocos colgando de la nariz, con varias  mujeres y hombres cabizbajos. Al alcanzar las primeras casas, las calles de aquel entramado están compuestas por barro y surcos profundos, sin alcantarillado de ninguna clase y con imaginarias aceras, apenas unas cuantas piedras mal amontonadas que sirven para alinear un conjunto de pequeñas viviendas de una planta con patio trasero. Entremezcladas con ellas, dejamos atrás un par de chabolas con muros que desafían a la plomada, con tejados desiguales compuestos por tablones de maderas  y uralitas, con puertas formadas con cortinas de  hileras con chapas aplastadas. No hay tiendas y pasamos de largo por una taberna que imagino  refugio de rateros y buscavidas. Todo ese lugar es un espacio gris y descarnado como si estuviera abandonado. Huele a  tristeza y a refritos de aceite.

‘We shall dance’ avanza y su  siamés, mi recuerdo, me llevan a adentrarme en él…

Yo vivía en un barrio limítrofe, al otro lado de aquellos solares vacíos que hacían de frontera entre aquel mundo gris y el mío, cuya población estaba compuesta por la clase media con la que aquel régimen dictatorial pretendía disfrazar la tiranía con la que gobernaba. Cruzar la frontera que separaba esos dos territorios era retroceder un siglo, en solo unos cuantos pasos te adentrabas en el tercer mundo. Poderlo contemplar y tocar con mis dedos, me hizo despertar e indignarme por los privilegios de unos y las miserias de otros.

Traspasé en muchas ocasiones la barrera que separaba esos dos mundos.  Unas para romper mis zapatos jugando al fútbol en descampados llenos de piedras y en los que las porterías quedaban delimitadas tan solo por un par de montículos con apenas dos pedruscos y algún ladrillo roto. Otras, como aquella vez en la que ‘We shall dance’ entró en mi vida para formar siempre parte de mí. 

Solo logro recordar que fue un amigo del amigo al que acompañaba, quién me había invitado a esa ‘reunión’ que tendría lugar en una de aquellas casas de patio trasero, en aquel momento deshabitada. Decir ‘reunión’ era un eufemismo usado por  los jóvenes de esos años. En realidad se trataba de un guateque o fiesta en la que los chicos y las chicas nos juntábamos para bailar.

Dos escalones conducían a la puerta principal de aquella casa. Nada más entrar, un minúsculo recibidor dejaba a un lado la cocina y el baño, quedando el resto de habitaciones al otro. Dos o tres, pensé mientras que mi amigo me presentaba a quien había organizado el guateque. Enseguida fuimos hasta el cuarto que hacía las veces de salita de estar y comedor. Se encontraba en penumbra y repleta de muebles viejos que imaginé con una película de polvo por encima. En una de las esquinas había un tocadiscos compacto con radio y  cuya  luz del dial sobresalía en la oscuridad. Aunque no había anochecido del todo, la persiana  estaba bajada y solo filtraba unas varitas de luz que se estrellaban contra un suelo de losetas imitación  de granito. Por el altavoz se escuchaba la voz de un cantante francés cantando en español pero en cuanto la canción terminó, con mis ojos distinguiendo ya algo más que sombras, vi a un muchacho retirar el disco, casi como si fuera un prestidigitador, y poner otro en pocos segundos. Cuatro parejas estaban bailando y varias chicas y un chico estaban sentados en un tresillo cuarteado de escay. No había pasado mucho rato cuando mi amigo, al que había dejado en la entrada, me vino a buscar. Agarrándome por el brazo, me llevó hasta la cocina. Allí, sobre una mesa de madera forrada con un hule de plástico, se encontraban las bebidas: refrescos, zumos y varias botellas de ginebra y vodka. Todos habíamos pagado quince pesetas a la entrada para cubrir ese gasto. Pegado a la cocina estaba el aseo, estrecho, oscuro y con los baldosines respirando churretes de humedad. 

Volví hasta el salón, ahora sosteniendo en mi mano un vaso alargado con hielo, naranja y vodka. Lo crucé evitando a las parejas hasta ver que desembocaba en un distribuidor que daba acceso a dos dormitorios. Uno tenía la puerta cerrada pero en el otro distinguí a una pareja tumbada en la cama además de a otra chica sentada sobre un chico en una butaca con orejas que estaba al fondo. Estos se estaban besando. Supuse que serían novios aunque entonces usábamos un término más aséptico: «salir juntos». Merodeando estos cuartos, también mirándolos con el rabillo del ojo, había tres o cuatro parejas esperando a que quedaran desocupados para así poder explorarse con algo de intimidad. Me pregunté si todas ellas estarían ‘saliendo’ o si alguna se habría conocido en aquel lugar. Yo me conformaba con bastante menos, todavía ‘no había salido’ con ninguna chica y mi aprendizaje sexual no había pasado de la primera lección. 

Fin primera parte. Continuará