Desde que salí de la academia, mi carrera como policía había sido fulgurante. Fui el comisario de menor edad en alcanzar ese puesto  y no tardé mucho en ocupar cargos de dirección en el ministerio. Hacía una década que ya no perseguía malhechores o investigaba crímenes. Durante estos últimos años, la principal ocupación que tuve consistía en complacer al Director General de turno.

Gracias al último, acudía a una reunión de coordinación internacional en una pequeña isla de las Azores cuando el arma secreta en la que había basado gran parte de mis ascensos, el callo del  dedo meñique de mi pie izquierdo, empezó a mandarme señales poco antes de aterrizar.  Al mirar por la ventanilla lo achaqué a que no se veía pista alguna donde posarnos, a pesar de que estuviéramos a pocos metros del océano y rozando unos acantilados. De repente, se escuchó un golpe violento y la  cabina de pasajeros pareció empezar a romperse en mil pedazos. Tras unos interminables segundos en los que tuve que agarrarme al asiento del de delante para no acabar zarandeado como un pelele, y mientras al otro lado del pasillo otros pasajeros gritaban como si estuvieran poseídos, el avión se detuvo haciendo un ruido igual que si regurgitara. Mi callo chillaba cada vez más y ni los espontáneos aplausos de los pasajeros por sabernos vivos lograban calmarlo. 

Aquel viaje no comenzaba nada bien. Fuertes rachas de viento y lluvia, como si en el cielo hubieran abierto las compuertas de un pantano, hicieron que tuviera que subir a la carrera al autobús que nos llevaría al hotel. Aquel archipiélago idílico, siempre los mapas del tiempo lo pintaban con un anticiclón encima, nos daba su peor  bienvenida a los componentes de la reunión. Diez curtidos policías entre franceses, portugueses, marroquíes, argelinos y españoles poniendo cara de ‘aquí no pasa nada’ aunque la mirada hundida de unos, sumadas a las risas nerviosas de otros, todavía reflejaran no solo el miedo que habíamos pasado en el agitado vuelo, sino el causado por los rayos que hacían temblar la tierra al caer muy cerca del autobús.

Los dos días siguientes los pasé entre mi habitación, la sala de reuniones y el comedor del hotel. Los restos de un huracán tropical hacían imposible pisar la calle. El callo, una vez desatado,  era como la gota malaya. Solo un par de  ibuprofenos, que solicité a la recepcionista, consiguieron mantenerlo a raya. 

Al tercer día, aunque no resucité, sí lo hizo el anticiclón. Veintiún grados de temperatura, el sol resplandeciente y el cielo azul turquesa sin una sola nube. El viento era menos violento que los días pasados pero aún soplaba con intensidad dejándonos ver un mar moteado de blanco por la espuma de las olas.

La capital de la isla tenía un pequeño puerto y, separada por un estrecho, se encontraba otra isla con un  gigantesco monte volcánico en forma de teta puntiaguda. De manera pudorosa, alguna nube siempre cubría la cima. 

Acabadas nuestras discusiones a media mañana, llegaba la hora de hacer algo de turismo antes de partir al día siguiente. Los colegas portugueses habían preparado un plan exclusivo. Nos embarcaríamos para avistar ballenas en pleno Atlantico. En mi cabeza ya me imaginaba la envidia de familiares y amigos cuando vieran las fotos que tomaría.

En cuanto embarcamos, pero sin haber soltado todavía amarras,  uno de los anfitriones se encargó de traducirnos las instrucciones y consejos  que el capitán del barco nos daba. El ‘Quebra-mar’, un  gran catamarán bimotor, tenía el puesto de mando en una cabina elevada sobre la cubierta donde se situaban ocho filas de bancos corridos de fibra; estaba preparado para embarcar hasta sesenta pasajeros.
Los oteadores de ballenas que tenían por el norte de la isla, acabó diciendo el capitán, habían localizado una manada viajando hacia el sur. Debíamos partir de inmediato.

No sé si sería por ir tan pocos pasajeros, si por la prisa en llegar hasta el grupo de ballenas, tal vez  porque quien  sostenía entre sus manos el timón pensara que él era el Fernando Alonso del mar, el caso es que íbamos por el aire más que sobre el agua. Al principio, a todos nos gustó sentir el viento peinándonos hacia atrás. Sin embargo, ya en mar abierto y nada más tomar una ola gigantesca, las sonrisas se nos borraron de la cara. Yo tuve la sensación de haber sido elevado por una grúa hasta el tejado de un edificio de tres plantas, cayendo de golpe al vacío. Tan pronto solo veíamos la punta del pico de la otra isla, como un segundo después únicamente la base. Igual ocurría con cielo y mar, que dejaron de estar en un mismo encuadre. 

Mi callo, sin el efecto de los calmantes y olfateando el peligro, despertó y sus gritos los sentía por dentro casi tan fuertes como los que uno de los magrebíes soltaba cuando surfeábamos aquellas olas. Me recordó a un muecín llamando a la oración. Una imagen que solo duró unos instantes ya que no tardó en levantarse, acercarse a la borda y vomitar todo el desayuno. Menos mal, pensé, él no se había atiborrado a bacon como yo había hecho.

Las olas, cada una más alta que la anterior, nos vapuleaban sin rastro de las ballenas. No me sorprendió, si yo hubiera sido uno de esos cetáceos, con esa mar nunca nadaría por la superficie aunque me aseguraran  ser la próxima protagonista del premio de fotografía ‘National Geographic’. 

De repente, el ‘Quebra-mar’ se quedó al pairo. Alguien dijo que debía estar recibiendo las instrucciones del oteador. Pero el suave bamboleo duró casi nada. No tardaron los motores  en volver a revolucionarse, lo que llevó a nuestra espalda a quedar clavada en el respaldo y a los jugos estomacales a rondar por el paladar. 

Con las siguientes paradas y acelerones todos acabamos por tener que desplazarnos a babor o a estribor para echar al océano lo que tuviéramos en las tripas. Tras vomitar una media docena de veces pensé que ya nada tendría dentro. No sabía que me quedaban otras tantas excursiones en las que debí desembuchar hasta la primera papilla que mi madre me dio de bebé. 

El piloto había enloquecido. Parábamos y arrancábamos de golpe continuamente. Aprovechando un momento en el que estábamos detenidos, el colega portugués que hizo de traductor se arrastró hasta la escalera que llevaba hacia el puente. Mientras subía los peldaños a gatas, a uno de los franceses  no le dio tiempo a llegar hasta la barandilla. Restos reblandecidos de cruasán mezclados con copos de avena fueron a parar a la calva de quien intentaba avisar al capitán. En ese instante, otra arrancada brusca nos tiró sobre el asiento con el gabacho dándose de bruces contra la cubierta y el luso rodando escaleras abajo. Enseguida la sangre brotó por la brecha que este se hizo en la cabeza. Ningún guionista de cine ´gore` podría imaginar tal orgía de fluidos diversos. Llegados a ese punto no me hubiera extrañado nada si alguno hubiera acabado expulsando el hígado por la boca.

Estaba tan mareado que apenas sentía los gritos del callo. Para qué, debió pensar, nunca más pisaré tierra firme. Veía aproximarse el trance en el que mi  visión se volvería borrosa por tener los pulmones encharcados de agua salada. Mis pensamientos sombríos los interrumpió la voz del capitán por los altavoces: 

—Golfinhos a bambordo.

Las arrancadas y paradas bruscas del  catamarán se producían continuamente. Ya no nos levantábamos, éramos zombis y nada nos importaba si impregnábamos de vómitos nuestra camisa o la del vecino de asiento. No sé cuanto tiempo transcurrió, tuvo que ser una eternidad, pero aquellos delfines nos persiguieron  hasta enfilar la bocana del puerto sin que en ningún instante el capitán abandonara su macabro juego 

Fuimos atendidos por los servicios médicos nada más atracar. Yo creo que hasta en chino se disculpó el encargado de la agencia con la que se había contratado la excursión. Unos policías de uniforme, alertados por el otro portugués del grupo, se llevaron más tarde detenido al capitán. La investigación policial descubrió que aquel hombre pertenecía a un grupo antisistema. Al enterarse de nuestra profesión quiso devolvernos los palos que policías en Paris, Madrid o Lisboa le habían dado por tomar parte en manifestaciones violentas.

   

Tres horas de descanso en una cama bien sujeta al suelo, un par de ibuprofenos en mi caso, y un aparatoso vendaje en la cabeza del herido, nos recuperaron mínimamente para la cena de despedida. 

Tras unos aperitivos locales, por supuesto ninguno con cerdo como ingrediente, pasamos al primer plato:  sopa de pescados y mariscos. Los marroquíes y los argelinos, como hacían con cada comida, preguntaron el contenido. El portugués de la cabeza vendada no supo traducir los pescados que aquel plato contenía. Para acabar pronto, según me confesó antes de coger el avión de regreso, respondió que eran trozos de ballena.
Al francés de la vomitona la piel se le puso de repente blanquecina al escucharlo. Todos enmudecimos hasta que un grito nos hizo llevar nuestros ojos hacia uno de los marroquíes. No solo porque a pesar del color tostado de su piel todavía siguiera  pálido, sino porque tras llevar su mano a la boca, retiró de golpe  la silla saliendo disparado al baño. Creo que esta vez sí le dio tiempo a llegar aunque ya no volvimos  a verle por el comedor.
Ni que decir tiene que aquellos platos de sopa regresaron intactos a la cocina.

El siguiente ‘workshop’ del grupo de trabajo se organizaría en Fez. Por si acaso, hablaría con el Director General para que dos de mis  ayudantes me sustituyeran. El callo no paraba de enviarme señales.