Mi muy estimado y querido Don Alonso Quijano, Caballero de la Triste Figura según las palabras de vuestro escudero, o Don Quijote de la Mancha, como todo el mundo os conoce aunque sé de buena tinta ( en cuestiones de privacidad su fiel Sancho quizá no lo fuera tanto ) que nunca os convenció del todo tal denominación a pesar de los ocho días que os llevó encontrarla. Sin embargo, es la que os ha dado fama y la merecida inmortalidad.

Me tomo la libertad de escribiros porque, al igual que vos, soy un personaje de novela amasado con letras y horneado en la imaginación de mi autor pero que también intuye hermanadas vuestras disparatadas aventuras con las mías, además de pisar por parecidos caminos polvorientos aunque mis correrías o peripecias aún no se hayan reconocido ni divulgado. En suma, porque nos hacen respirar sobre la misma piel de toro que vio nacer a nuestros creadores.

También lo hago siendo consciente de lo mucho que nos separa. Comenzando por los cuatrocientos trece años transcurridos desde que en la imprenta de Juan de la Cuesta viera la luz «El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha», y siguiendo por vuestros profundos ojos verdes que, como se expresa en las primeras páginas del libro, son reflejo de la tristeza, y por qué no decirlo si es vuestra seña de identidad, de la locura que os embarga. No acaba aquí nuestro abismo, también este existe entre vuestro insigne autor y el mío, a la sazón un humilde y desconocido contador de historias. Pero no nos deben importar puntos de partida tan dispares. Está reconocido que quienes somos ficción formamos parte de una misma familia y, por lo tanto, debemos considerarnos parientes, algo que sin duda facilitará el acercamiento. Por eso, sintiéndome tan esclavo de tan pocas afinidades como de las muchas disparidades, pero necesitado de consejo, acudo ante su experta opinión como modelo y espejo de protagonistas.

Mi figura delgada bien pudiera parecerse a la que vieron cruzar por la llanura de la Mancha, los montes de Sierra Morena o cruzando el Ebro, aunque también tengamos notorias diferencias. Mi pelo es moreno, en contraposición con el visible color zanahoria que luce su testa, y necesito de gruesos lentes para distinguir de lejos a esos gigantes que a los dos nos desafían. También mi montura es algo diferente al fibroso Rocinante ( lo de escuálido siempre lo vi mas como difamación que como verdad) ya que a lomos de una vieja pero segura «Vespa 125» recorro los caminos y busco «enderezar tuertos» para rendir las conquistas a mi «Dulcinea»… dejémoslo en «Rosalinda de Lietor». Reconozco mi torpe empeño en imitaros, pero lo hago con el fin de adquirir el prestigio que la crónica de sus andanzas ha tenido. 

No quiero ocultarle nada. El autor que me imaginó e hizo de mí el principal personaje de su novela, en su desesperación y antes de hacerme arder junto a los troncos de encina que crepitan en la chimenea, ha sido quien me sugirió la conveniencia de acudir en busca de su ayuda, del consejo que evite convertirme en ceniza y humo. Sea comprensivo y ayúdeme, y dónde su conocimiento no llegue, haciendo uso de los lazos que siempre unen a un escritor con su personaje, pregúntele a Don Miguel. Entre los dos estoy convencido que sabrán decirme que se necesita para que los lectores se entusiasmen con mis peripecias, rían con mis ocurrencias o reflexionen con mis máximas. En suma, qué otros peligros, batallas o juicios debo sufrir para ser reconocido. No pretendo llegarlo a ser como su merced, esa no es mi intención. Sí aspiro a algo más que el cero en «me gusta» que adorna mi historia, o muro como ahora se le conoce. Por lo tanto, solo intento que mi propia existencia sea como un candil y sirva de guía a unos pocos, convencido de nunca llegar a ser un gran faro como la obra literaria donde os mostráis. 

Si de la pluma de vuestro inventor salió aquello de «La fantasía se vuelve tan insaciable como un perro hambriento», de la del mío ha surgido la de que «navegar por ese océano ( el de la fantasía), siempre nos convierte en solitarios náufragos», explicándome en conversación mantenida antes de  amenazarme con las llamas de hace bien poco, que no le preocupa ese naufragio sino lo estéril del mismo. 

En vuestra última lucha, allá en la playa de Barcino – luego hecho poema por León Felipe y, más tarde, cantada por otro gran poeta como lo es Joan Manuel Serrat – al sentiros vencido le decís al caballero de la Blanca Luna «Quítame la vida pues me has quitado la honra». Es bajo esa certeza, que define con fidelidad mi combate por ser un personaje reconocido, cuando solo me resta aplicarlo si no respondéis a la petición de auxilio y me decís con que llaves secretas o con que hechizos podría interesar mínimamente mi novela a quienes disfrutan del placer de leer. No temáis, os reitero que no pretendo competir con vuestra fama, solo salir del olvido.

Os definieron de muchas maneras: «Loco, pero gracioso», «Valiente, pero desgraciado», «cortés, pero impertinente». Tales apodos y adjetivos han sido la harina, el agua y la levadura con la que mi autor me amasó. Pero la ausencia de lectores, el fracaso editorial y el desprecio por su obra, y de la misma manera con mi personaje, son todo lo que arrastro desde el día que mi novela fue escrita y guardada en un archivo de «Word» ( ni la ingeniosa mente de Cervantes habría podido idear cuán diferente sería aquel mundo y este). 

Sé, pues han sido tantos y tan buenos los que se han dedicado a estudiar vuestras peripecias, que una de las virtudes que os han convertido en inmortal es la de mostrar los ideales mezclándolos con lo real, convirtiendo vuestra vida en algo tan excepcional como cercano. Casi un imposible si nos atenemos a vida adocenada y aburrida de hoy en día.

Debe haber algo más, algo mágico, cuando somos un número similar al de las estrellas del firmamento los que aún sabiendo que ese es el camino hacia el éxito, no llegamos a rozarlo ni a olerlo. Por eso, clamo porque me tendáis una de vuestras huesudas manos y me auxiliéis con consejos que suavicen el tortuoso camino que llevo recorrido. Por eso, ruego me contéis con la misma profusión de detalles que lo hacíais con Sancho, de que manera llegar a dominar la escritura desatada y la novela polifónica como lo hace vuestro autor. En la seguridad, que de hacerlo, evitaré el crematorio con el que me amenazan. Aunque, en mi caso, bastaría con pulsar la tecla «delete» del teclado, ya le decía antes lo mucho y lo poco poético que fueron los cambios habidos desde que su nombre fue conocido por toda la humanidad.

No quiero extenderme más ni hastiarlo con lamentos. De sus sabios consejos y de su insigne impulso, la fortuna que como personaje me persigue se invertirá de seguro.

Reciba un afectuoso abrazo, atentamente

Melchor Resse y Ruiz de Alba.

P.D. Mi autor, en su afán por identificarme con su epopeya, me otorgó un apodo: El silencioso topillo serrano. A mí no me gusta. Quizá con esto entendáis el porqué de la falta de éxito.