Marina toma la pastilla diaria que combina proteínas, hidratos de carbono y grasas con minerales y vitaminas. Lo hace mientras se cepilla los dientes al acabar de ducharse. Una rutina implantada a los veinte mil millones de seres que abarrotan el planeta tierra para que el organismo humano reciba los nutrientes que necesita. Comer alimentos es un lujo que la humanidad ya no puede darse. Al terminar el aseo, Marina pone en espera el arreglo automático de cama, hoy a la mullida celulosa le toca reciclado. El asistente doméstico, Nacho lo llama en secreto Marina al no estar bien visto darles nombre a los androides, se encargará de poner sábanas nuevas. Mientras se coloca el vestido de punto inteligente mira por la ventana del dormitorio y no se sorprende al ver solo sombras entre el enjambre de hierro, cristal y hormigón de los otros edificios cercanos. Sabe que hasta el mediodía los rayos del sol no rozarán sus cristales, a pesar de vivir en la planta doscientos setenta y tres.

El nerviosismo con el que se ha levantado va en aumento. No siente el efecto de la dosis extra de inhibidores que necesitó tomar antes de la ducha ya que por su cabeza ronda una y otra vez el recuerdo del sueño que tuvo durante la noche: una gran taza de chocolate caliente. «Tendré que contárselo al supervisor dietético», piensa nada más sentarse en una banqueta frente a la pantalla de la cocina, está a punto de iniciarse el desayuno virtual de esa franja horaria. Con poca gana, la suficiente para que el reconocimiento de iris se active y así no tener que justificar no estar conectada durante la primera comida del día, mira al rostro de la mujer de melena rubia y ojos azules que aparenta estar llevándose a la boca una cucharada de copos de avena. La cámara deja de enfocarla y muestra un primer plano de un gran tazón de leche, el de un plátano cortado en rodajas y el de unas lonchas de jamón. A Marina, aún sabiendo que serán imágenes de archivo y que la mujer de la tele no probará en realidad bocado, se le llena de saliva el paladar y su estómago, que últimamente parece haberse habituado a las pastillas que quitan el apetito, ruge más que nunca.

Marina, según baja en el ascensor, cruza los dedos porque no quiere que, como en otras ocasiones, se detenga en la planta ciento setenta y la acompañe el vecino del pelo grasiento y aliento a cloaca. Se estremece al recordar la última vez, aquel hombre acariciándose sin disimulo la entrepierna al mismo tiempo que la invitaba esa noche a ver la cena en su casa. Menos mal que le mintió al responderle que lo vería en familia, con su marido y sus hijos. Tenía que haberlo denunciado, se reprocha. Desde que la sacaron del cupo de reproducción, hace ya un año, por su cama no ha pasado nadie. «Aunque fuera el último hombre sobre el planeta, con él, nunca», acaba por pensar.
Unos segundos después, afloja los puños, ha llegado a la planta menos ochenta del garaje. Una hora tarda en poder aparcar en la azotea de los estudios de grabación, el punto más elevado de la megalópolis. «Tendré que presentar una queja contra el Sistema de Control Municipal, no hay un día que no tenga que venir casi a ras de tierra como si fuera un trasporte de carga» piensa cuando está saliendo del vehículo. Las lentillas evitan que su pupila, dilatada en exceso por la oscuridad, sufra cuando el sol le da de pleno. Aún así, coloca a modo de visera una de las manos sobre las cejas. Con la otra, se repasa la cinturilla de la falda a la vez que taconea hacia la puerta de bajada al edificio.

—Creíamos que no vendrías, Allen ya había apagado el equipo —le dice Mario arrugando el entrecejo cuando Marina entra en el plató.

—¡Buenos días también para ti!… ¡Hola Allen! —responde Marina sonriendo porque sabe que Mario bromeaba a la vez que agita la mano abierta a modo de saludo hacia el otro compañero, solo se conocen de un rodaje anterior.

Mario y Marina se entienden solo con mirarse. Al menos, así ha sido en los dos años que llevan rodando documentales de comidas virtuales para los once mil millones de hispanos censados en el mundo; él como director y Marina como actriz. Al mismo tiempo que se dan dos besos, ella piensa por un momento que es una lástima que aquellos ojos verdes brillen tanto cuando observan la piel fornida de ébano de Allen, cámara y editor, además de recién divorciado según uno de los chismorreos de Mario.

—¿Qué nos toca hoy? —suelta Marina en voz alta, aunque lo sepa muy bien.

—Un chocolate con churros… —.se anticipa Mario desde su espalda, y continua: —Y la dirección ha tirado la casa por la ventana, no quieren nada de archivo. Espeso, humeante y crujiente, ha escrito a mano el gran jefe. Somos como bomberos quemándonos entre las llamas. Para que el cerebro humano no derive hacia la violencia, recóndito lugar donde los inhibidores no llegan, lo hace Marina con su sonrisa empapando los churros en chocolate y haciendo que los mastica, aunque en realidad no le esté permitido llevárselo a la boca, unas imágenes que la gente nunca ve. Menos mal que nos doblan la ración de supresores, que si no hoy la policía de delitos alimenticios nos llevaría presos por devorarlo como si fuéramos delincuentes.

—Claro, Mario, las pastillas nos salvan —contesta Marina, pero no solo teme que el ruido que acaba de hacer su estómago lo oigan todos, sino que empieza a pensar que ese día actuar será una tortura.

En poco mas de tres horas han terminado la filmación. Marina ha tenido que parar la grabación en cinco ocasiones. En la última, Mario llamó al servicio de urgencias. Cuando el médico vio los sudores y temblores que tenía la actriz, la inyectaron un inhibidor muy potente; solo así han podido acabar. Allen, que también ha estado a punto de desmayarse, se sienta frente a la mesa de mezclas para añadir los efectos especiales. Es algo rutinario y los siguientes treinta minutos los pasa pegando y cortando sobre el programa de realidad virtual. Mientras tanto, Marina, ya más tranquila, se acurruca en la sala de maquillaje.

—Esto está listo. A mí me ha parecido tan duro como cuando filmé lo de aquel pavo —dice chascando los dedos Allen a Mario y Marina, que ya está algo más relajada.

—¡Chis!… Calla, que nos van a oír. Cada día este trabajo se me hace más cuesta arriba —suelta Mario—, ya recogí todo y solo queda que tires los churros y el chocolate al contenedor de procesamiento de alimentos. No lo hice yo por si querías añadir algún plano en la post producción. Por aquí ya no queda nadie, todos los estudios están vacíos.

Marina tiene los hombros hundidos y, aunque ya sin mareos, apenas ha hablado. Una y otra vez recuerda que, sin darse cuenta, al filmar como mojaba el churro varias veces se ha pasado la lengua por los labios. «Espero que Allen o Mario lo hayan cortado» piensa para tranquilizarse porque si no, la despedirán, incluso podrían abrirle un proceso penal en el caso de no poder probar que fue sin querer. Cuando se juntan los censores políticos y los alimentarios el resultado es siempre catastrófico para el investigado.

—Ya está en el contenedor. Os propongo ir a beber algo. Nos lo hemos ganado —dice Allen a Marina y Mario al regresar al plató.

—Lo siento, chicos. He quedado para cenar con mi marido, otro día —responde Mario —. Además, no sé si a vosotros os ocurre, pero con tanta ración doble de inhibidores se me dispara la libido y estoy deseando… imaginar qué. Siempre pensé que el… —Allen y Marina leen la palabra prohibida “hambre” en los labios de Mario— desataba otros deseos. Pero mi supervisor dietético me asegura que se trata de un efecto secundario de las pastillas y me dice que no me queje, que ojalá a él también le pasara —termina diciendo entre carcajadas.

Según escuchaban a Mario, Allen y Marina han cruzado sus miradas sin saber que los martilleaba el mismo pensamiento: ¿no será que por privarnos también del sexo sufrimos más que cualquier otra persona?

—Marina, no te admito una negativa —. dice Allen después de un largo silencio entre los tres— Hoy necesitas salir, bueno, yo también. Reírte, escuchar música que te relaje, beber algo, el médico dijo que tras la dosis en vena era lo adecuado. Mario, ¿no es verdad?

Mario asiente abriendo mucho los ojos mientras la palma de la mano de Allen queda extendida hacia Marina.

Cuando se escucha el «sí, sí, vale», Mario aplaude y Allen no sabe qué hacer con la mano. Marina ha contestado sin levantar la vista del bolso buscando, sin encontrarlas, una ración extra de pastillas inhibidoras. No deja de pensar que en ese estado de ansiedad no debería ir a ninguna parte. Al menos, hasta que cerebro y estómago estuvieran desconectados. Pero también se ha imaginado la mano de Allen, huesuda y de largos dedos, deslizándose por su piel.

—Conozco un sitio, ‘El Harley’, aseguran que su vodka sintético sabe igual que el de verdad. Si hoy tampoco acude el presidente del Consejo Mundial no le podremos preguntar si es verdad —dice Allen entre carcajadas y mientras se cuelga al hombro una vieja mochila dando pasos hacía la salida.

Las bromas de su compañero y el efecto euforizante de aquel vodka ayudan a poner un velo sobre las imágenes que Marina no podía quitarse de la cabeza. Pero la desazón que siente por dentro sigue hirviendo, ahora no solo por los continuos ruidos de su estómago sino también al no poder quitarse de la cabeza las manos del cámara ni sus enormes ojos negros o sus labios gruesos y mullidos.

Allen, también inquieto, tan pronto está deseando besar allí mismo a Marina como haría lo que fuera por masticar algo, incluso si no fuera comestible. Ambos han superado con creces el cupo diario de inhibidores, no pueden tomar ni uno más. Solo el vodka consigue que no se desmayen. Las horas van cayendo una tras otra y, aunque a los dos se les pase por la cabeza acabar en la cama, ninguno encuentra el momento de salir del Harley quedándose a ver la cena y la posterior actuación del grupo de música clásica: unos tipos con el pelo larguísimo, el torso desnudo y los brazos llenos de tatuajes.

Cuando salen, ya anochecido, Marina confiesa entre risas que está algo mareada, pero nada que ver con el malestar que tuvo en los estudios. Allen le dice que debe ser contagioso porque él también lo está y se empeña en acompañarla hasta su casa. Marina, con la cabeza en una nube, en cuanto Allen la besa en el ascensor piensa que tal vez no sea un mal cambio los churros de esta mañana por el revolcón que se van a dar. Según entran en el apartamento, se van desnudando mutuamente por el pasillo.

—Te deseo, te comería entero, y no es una metáfora— le dice Marina cuando se tumban en la cama.

Allen roza con el dedo índice los labios de ella a la vez que busca el sensor que libera la camisola que todavía la cubre los pechos. Los dos, entregados uno al otro, consiguen entre mordiscos y lametones que el desasosiego acumulado de todo el día encuentre una salida. Al acabar, por sus cerebros se despliega una paz que ya no recordaban haber tenido en muchos meses.

—Tendré que ducharme antes de volver a mi casa —dice Allen con poco convencimiento y sin dejar de abrazar a Marina.

—¡Oh, no! Quédate a dormir conmigo, mañana no tenemos grabación y podemos levantarnos tarde. Hace tanto que no me sentía tan relajada que repetir lo de antes será más efectivo que la dosis matinal de inhibidores.

A mitad de la noche, Marina y Allen se han soltado del abrazo y han ocupado cada uno un lado de la cama. Ella abrazada a la almohada. Él, sin estar tan calmado como ha confesado, ha dado muchas vueltas en un duerme vela inquieto. Antes del amanecer, sin hacer ruido, se ha levantado.

La persiana del dormitorio está programada para levantarse a las siete y media, y a Marina se le ha olvidado cancelar la apertura antes de quedarse dormidos. Una claridad tímida ha empezado a dibujar el contorno de los muebles y a llamar con los nudillos a los párpados de la mujer. A las ocho y media ya no aguantan más tiempo cerrados. Marina estira los brazos y la punta de los pies dentro de las sábanas a la vez que hasta su nariz le llega un olor que no acaba por reconocer. Los ruidos de sus jugos gástricos no tardan ni un segundo en volverse audibles, lo que la lleva a poner su mano encima del abdomen como si de esa manera pudiera taparlos.

—Allen, ¿dónde estás? —dice levantando la voz al darse cuenta de que en la cama solo está ella.

—Estoy en el salón, no te muevas, regreso a tú lado enseguida —contesta él.

—Voy al baño un segundo. Me lavo los dientes lo primero y tomo la ‘nutripill’.

Marina retira las sábanas y se incorpora en el borde de la cama. «No quiero que él me vea hambrienta» piensa mientras con la mirada busca algo de ropa para ponérsela por encima.

—Te pedí que no te movieras… —Allen acaba de entrar—, tengo una sorpresa para ti.

Marina se tiene que agarrar al borde de la cama cuando ve como su compañero sostiene en una mano la taza de chocolate que usaron ayer mientras que, con la otra, introduce el churro dentro.

—Ya verás que rico está, lo he probado y sabe delicioso —le dice él al tiempo que lo saca y lo acerca hasta la boca de Marina.

—Está buenísimo —dice Marina al masticarlo y aún sin tragarlo, pero le está mintiendo. Le ha parecido correoso y a punto ha estado de escupirlo. Los pinchazos en el estómago se vuelven insoportables.

—Necesito ir urgente al baño —dice conteniendo una arcada y no pudiendo evitar que algún trozo del churro se esparzca por la moqueta manchándola.

Marina, al límite de vomitar, logra expulsar la comida en el inodoro y se abalanza sobre la caja de pastillas de nutrientes. Su experiencia con el churro mojado de chocolate la ha llevado a pensar que ingerir alimentos solidos no es tan bueno como ella pensaba. No poder tener algo es la primera razón para desearlo con todas tus fuerzas, se dice, y, notando menos rugiente el estómago, de reojo mira el tubo de los inhibidores. Sonríe, sabe que las próximas horas ya no los necesitará. Eleva la voz y dice:

—Allen, cariño, deja el desayuno por ahí para más tarde. Ahora lo que necesitamos en nuestras bocas es algo muy diferente.