Clap   ( tercera y última parte) 

Me empezaba a preguntar si me había quedado corto al pensar que Clap era muy listo. Su parte del trato la cumplía sin rechistar y yo me sentía aliviado al ya no temer ser descubierto. Por contra, me daban las tantas de la madrugada sentado en la puerta hablando en voz alta con él, contándole lo que había hecho durante el día o las noticias que había escuchado en la tele. Al otro lado, los lametones de Clap a la madera se oían con claridad.

Un par de días más tarde, a la hora del almuerzo, me extrañó mucho que Clap ladrara. Unos ladridos mezclados con lloros como nunca los había escuchado. Fui hasta el balcón y pronto, nada más leer el rotulo de ‘Centro Canino’ debajo del escudo del ayuntamiento en una furgoneta, tuve la idea precisa de lo que estaba ocurriendo. Saqué un trozo de pollo de la nevera para ver si conseguía calmarlo y salí a toda prisa de la casa. Ya estaban metiendo a Clap dentro del vehículo en el momento que pisé la calle. Al sentirme, quiso zafarse mientras que uno de aquellos operarios le ponía una especie de soga sobre las patas. En ese instante, su mirada se clavó en la mía. ¡Ayúdame! me estaba diciendo.
Tuve que confesar a los empleados municipales que  había estado alimentando al perro desde que murió el dueño y que ese sería el motivo por el que el animal estaba tan alterado. Me dejaron darle la comida y acariciarle, era la primera vez que lo hacía. No solo con Clap, jamás me había atrevido a hacerlo con otro perro.
Poco a poco, conseguí que la agitación de su pecho fuera menos fuerte.

—Si lo reclama, es suyo. Esta misma tarde se lo entregaríamos… —me comentó uno de aquellos hombres— …en las jaulas ya no nos cabe un solo perro más. Este ocupará hoy el espacio de uno de los que sacrificamos ayer.

No le respondí y rehusé mirar a Clap de nuevo mientras lo introducían definitivamente por la parte trasera.  Volvía a emitir un quejido lastimero que se me estaba clavando en los tímpanos, por no decir en mitad del corazón. Ya habían encendido el motor cuando le hice señas al conductor para que bajara la ventanilla. 

—¿Cuántos días tardan en sacrificarlos?

—La ley dice diez, pero ahora son muchos los que, como este, nadie puede cuidar. Ni una semana nos duran —respondió sin inmutarse el de la perrera.

Unas palabras cuyo  eco estuvo rebotando dentro de mi cerebro durante un buen rato.

La furgoneta echó a andar. Agaché la cabeza y, sin que nadie me escuchara, dije:

—Yo ya he hecho mucho por el perro de mi vecino. 

Durante el resto del día, el nerviosismo, mucho más de lo habitual,  no me dejaba pensar. Al llegar la noche, tuve pesadillas en las que aparecía mi abuelo, pero con la figura del Señor Tomás y muchos perros a su alrededor, todos igualitos a Clap. Según desayunaba, me prometí a mi mismo olvidarme del dichoso animal. Al menos, tendría una muerte sin el sufrimiento que producía la inanición, de la que, sin duda, yo le había salvado. Con seguridad, el de la perrera habría exagerado para que lo adoptara. Mi comportamiento era para estar satisfecho, pero los ojos de Clap, a punto de ser introducido en el furgón de la perrera, no se me borraban de la cabeza. Tampoco me ayudó el sentarme a ver pelis o series. En todas las que escogí salían perros que, aunque no fueran los protagonistas, me recordaban a Clap.
Pasaron otros siete días. Todos ellos con noches de pesadillas y amaneceres o atardeceres con mi conciencia navegando bajo una tormenta furiosa.

A la mañana siguiente, marqué el número de la perrera. Me dije que solo sería para informarme de cómo seguía Clap y si ya habían encontrado un hogar para él. Pero no hubo manera de que alguien atendiera mi llamada. Repetí la acción cada hora. El resultado fue idéntico. Al llegar la noche, fue imposible conciliar el sueño.

Mal descansado, con  ojeras profundas y aspecto enfermizo, en cuanto me levanté de la cama busqué la dirección de la perrera en internet. Me bebí un café, cogí las llaves del coche y salí hasta ese lugar. No le di importancia a que estuviera en el extrarradio de la ciudad, ya en las afueras.
El navegador me indicaba que faltaba poco para llegar. Acababa de dejar atrás un edificio de viviendas mientras la carretera atravesaba solares vacíos, cuando, en una rotonda, me di de bruces con unos vehículos de la policía municipal. Era un control. Me preguntaba por qué no lo había pensado al salir, estaba prohibida la circulación de personas salvo que tuvieras justificación laboral. El virus seguía azotándonos.

Pude eludir la sanción, pero no me dejaron seguir el viaje. De nada sirvió que contara la historia de Clap y de su inminente sacrificio. De vuelta a mi casa, di varios rodeos para evitar otro control policial y no tener que repetir los motivos que me habían llevado a romper el confinamiento. Nadie me creería. 

Esa tarde, durante los aplausos, miré varías veces hacia el balcón del señor Tomás y de Clap. Echaba de menos los ladridos y, de inmediato, pensé si no me habría contagiado por otro virus. Uno que nublara la razón hasta hacerte tener un sentimentalismo exagerado ¿Qué me estaba pasando? No me reconocía. Estaba obligado a olvidar a Clap. Hiciera lo que hiciera, el plazo se había cumplido y ya lo habrían sacrificado.

Supuse que bebiéndome una copa de whisky y sumergiéndome en la lectura de una novela, lo lograría. Cogí la primera que tenía pendiente de lectura, Tombuctú de Paul Auster. Llevaba diez páginas cuando dos lagrimones rodaron mejilla abajo. Cerré el libro y me dije que no estaba dispuesto a volver a sentir en la espalda las púas que parecía tener mi colchón. Salí al balcón y empecé a trazar un plan. Uno sin fallos. 

La luz del amanecer empujaba tras los edificios en el momento que me subía al auto. Si me paraban, diría que iba a urgencias porque llevaba varios días con tos y fiebre. Me había aprendido los hospitales que quedaban más cercanos a cada tramo que atravesara. Asimismo, cruzaría por uno de los descampados para no tener que pasar por la rotonda donde me habían parado el día anterior.
Al llegar a la perrera, con el sol a punto de salir, me la encontré cerrada. Nadie me abría la puerta, aunque el sonido del timbre provocara que algunos perros ladraran. No me desesperé, la suerte no me iba a abandonar ahora que mi plan estaba funcionando. El muro que rodeaba a la nave donde debían guardar a los animales no era muy alto. Aproximé el coche, me subí al techo y lo franqueé sin dificultad. Los ladridos fueron a más, entre ellos creí distinguir el de Clap.
A punto de traspasar la puerta de la nave, el ruido que hacían los perros fue en aumento. Por eso, no me di  cuenta de que un  hombre se me abalanzaba por la espalda hasta que noté un par de golpes en el hombro.

—Has elegido mal sitio para robar, aquí solo hay perros desahuciados. ¿Qué buscas? 

La voz de aquel hombre era ronca. Nada más girarme para estar frente a él, vi que su rostro, con barba a medio crecer, era muy poco amistoso y que, el toque en mi hombro, lo había dado con un bate que llevaba en la mano.

—Tranquilícese, no vengo a robar —dije levantando mis manos abiertas a la altura de los hombros— llevo mucho tiempo llamando pero ustedes nunca atienden el teléfono. Unos compañeros suyos recogieron al perro de mi vecino y me dijeron que solo los dejaban diez días vivos…yo…bueno, si todavía no lo han sacrificado, lo quisiera adoptar. 

Aquel hombre de aliento avinagrado amagó una sonrisa antes de hablar.

—Haber empezado por ahí, no te jode…  servicio permanente… ¿No te importa nada que sean  las siete de la mañana? —sus ojos desprendían fuego y supuse que interrumpirle sería peor— regresa por dónde has venido si no quieres que llame a los municipales pero para que recojan los pocos huesos de la cabeza que no te habré destrozado. A los ladrones, primero golpearlos y luego las explicaciones. 

Los ladridos habían dejado de escucharse y, por un instante, pensé que la voz de ese hombre atemorizaba a los perros. Dispuesto a suplicarle para que mi viaje no fuera en balde, de repente se escucharon media docena de golpes secos metálicos y, para mí, el inconfundible lloro de Clap. 

Los rayos del sol casi me cegaban y apenas podía distinguir la cara oscurecida de aquel individuo. En un segundo, reviví todo lo que había pasado en los últimos meses. No sé si de pronto explotaron los nervios  de las noches en las que fui hasta la puerta del señor Tomás, si fueron los ojos de Clap mirándome el día que se lo llevaron, si no haber dormido nada en los últimos días…, el caso es que me olvidé del bate y de la cara de forajido de película del oeste que tenía delante de mí. Sintiendo que hervía por dentro, clavé los ojos en los de mi interlocutor, cerré los puños y le dije:

—Haga usted lo que quiera, he venido a por el perro y me lo voy a llevar. Su dueño murió por esta maldita enfermedad y Clap  —así lo llamé— sobrevivió gracias a que lo estuve alimentando. Acabo de oír sus ladridos y los golpes que se ha dado contra la jaula. Dejar una libre no le parecerá mal a nadie ¿no cree? ¡Ya está bien de muertes y de vivir entre barrotes! No se interponga, con su ayuda o sin ella, me lo llevaré.

Manteniendo la mirada, adelanté uno de mis pies lo que hizo que me acercara a unos pocos centímetros del guarda. 

—A ver, a mí no me complique la vida —contestó a la vez que desviaba sus ojos de los míos y se echaba a un lado— el encargado suele venir sobre las nueve. Yo no estoy aquí para papeleos ni para su puta adopción. Si lo prefiere, me volveré ciego y sordo para que coja a su perro y me deje en paz, ya me ha jodido bien el último sueño… Lo que vaya a hacer, hágalo ya y deprisita, no me vaya a arrepentir y este brazo —señalándose el del bate— se acabe por despertar.

Todavía no las tenía todas conmigo, en cualquier momento aquel hombre al que había desvelado se podría liar a golpes. No me volví a dirigir a él. Con decisión, abrí la puerta y accedí a la nave. Se reprodujeron los aullidos mientras que recorría los pequeños espacios que ocupaba cada animal. A mí paso, callaban y sus ojos gritaban: ¡llévame! Daba igual la raza, todos buscaban una mano que los acariciara.
Aceleré mis zancadas según me acercaba a las últimas jaulas. No había visto a Clap en ninguna y empecé a sentir una opresión en el pecho. Desanduve el recorrido, esta vez fijándome mejor en los de tamaño pequeño, en los de raza indefinida. Solo encontré las mismas miradas anteriores, pero no  la que había ido a buscar. Allí dentro solo vi ojos suplicando sobrevivir, porque no me cabía duda de que los inquilinos de esa nave sabían el futuro que los aguardaba.

El hombre del bate seguía en la puerta, había encendido un cigarrillo lo que, al contraluz, hacía que su expresión corporal me pareciera aún más fiera. 

—¿Están aquí todos los perros que recogen o tienen otros lugares para guardarlos? No he encontrado al perro que venía a buscar.

—Si tuviéramos más sitios no sería necesario sacrificar cada día tantos. Si su perro ya no está aquí, es en el contenedor de las cenizas donde podrá encontrarlo.

Me tuve que apoyar con las manos en una de las jaulas, estaba a punto de desmayarme. Las horas pasadas se desplomaban en cascada sobre mí y me aturdían el cerebro. Me sentía vacío y ridículo.  

En ese momento, noté una caricia húmeda recorriendo mis  nudillos. El culpable, el inquilino de esa mazmorra canina, tenía un pelaje blanco, muy corto, y moteado de manchas negras. Era de tamaño grande con piernas delgadas y alargadas. Las orejas, por completo de color negro, estaban caídas y sus ojos destacaban por la profundidad desde la que te miraba, como si sus pensamientos pertenecieran a otro lugar muy diferente al que nos encontrábamos. 

—Me llevo a este —dije volviéndome hacia el guarda a la vez que descorría el cerrojo de la puerta— se llamará Clap, el otro nunca supe el nombre que tuvo. Le dejaré mi número de carnet de identidad junto a mi  dirección y  teléfono. Si necesitan algo más, me lo piden.

El perro, que resultó ser una hembra, se me abalanzó y yo me agaché para abrazarlo. Detrás de mí, aquel individuo soltó entre carcajadas:

—Vaya suerte la de esta dálmata, en tan solo un par de horas le tocaba horno crematorio.

Los de la perrera me llamaron hace unos días, ya se ha formalizado la adopción de Clap. Del otro Clap, siempre me acuerdo cuando por las tardes veo su balcón vacío. En algún sitio estará haciendo compañía a mi vecino y ladrando mientras ellos, los que se han ido, nos aplauden para  que nunca los olvidemos.
Desde que mi perra Clap vive conmigo no paso la noche en vela y, hasta me he atrevido a saludar a los vecinos que cada día veo enfrente cuando salimos por las tardes a aplaudir.

Estoy deseando ir al parque con Clap, allí podrá jugar con otros perros. Dicen que entre los dueños surgen  muy buenas amistades. Quiero lanzarle una pelota de tenis lejos y que me la traiga. En el pasillo de casa lo hacemos, pero en cuatro zancadas Clap  va y vuelve con la pelota en la boca. Su rabo parecen las aspas de un ventilador cuando la deja a mis pies mientras que ella, agachando la cabeza, espera que yo le acaricie el cuello. 

  Fin