Clap  ( primera parte de tres) 

Me sudaban las manos, mi corazón parecía que acabaría por explotar como un globo muy hinchado y apenas me sostenía en pie. Los primeros rayos del sol me cegaban y la cara del tipo que tenía delante de mí con un bate en la mano se oscureció todavía más. Como en esos instantes en los que dicen se repasa la vida entera justo antes de morir, la mía en las últimas semanas pasó en tan solo unos pocos segundos. Entonces, comprendí que nada ya me detendría.

Hacía dos meses que el mundo, y todos nosotros con él, nos tambaleábamos. Aquel virus invisible causante de permanecer aislados, refugiados en la cueva como si fuéramos hombres del paleolítico, también nos estaba obligando a razonar de manera distinta. 

Igual que una gran mayoría de personas, al llegar las ocho de la tarde salía al balcón de mi casa para aplaudir. Todos los informativos decían que era una manera espontánea de agradecer y reconocer el esfuerzo a los que luchaban  en primera línea contra esta epidemia. He de confesar que en mi caso no sabía del todo por qué lo hacía. Tal vez, y para un soltero como yo, aquellos diez minutos al exterior fueran la única manera de constatar que la humanidad todavía resistía y este relato distópico solo estaba en el umbral  de nuestra puerta. Era mejor no pensar cuánto tardaría en colar los dos pies  adentro.
Resistencia psicológica de manual, pensé sobre la actitud al aplaudir para no dejar que la depresión colectiva nos dominara. Aunque en mi caso, el enrojecimiento de manos también pudiera estar causado al percibir que las paredes y la puerta de mi casa se habían convertido en unos barrotes infranqueables.
El alivio por saberse superviviente no evitaba  que la crispación interna aumentara jornada tras jornada. Yo lo achaqué a no poder dar más de veinte pasos seguidos entre el salón y el dormitorio o por pasar horas y horas echado sobre el sofá viendo series. Los daños colaterales no se hicieron esperar, alguno  tan molesto como era tener permanentemente las pupilas irritadas, otros bien visibles como lo era la grasa que se iba acumulando en la barriga.

Había recibido de mis padres una educación estricta que me impedía no cumplir las normas, pero me iba cansando de tanto haga usted esto o prohibido hacer lo otro. Era desesperante estar continuamente pendiente de con qué nueva ley nos desayunaríamos, aunque estaba convencido de lo poco que serviría  levantar la voz con quejas. A mi padre siempre le escuché decir: «Dónde fueres, haz lo que vieres», a lo que añadía: «Si eres el primero en dar la cara, te la partirán». Después de cuarenta años, no parecía el momento de llevarle la contraria.
Sin embargo, pertenecer a la mayoría silenciosa no me hacía pasar por un ser sociable. Huraño e intratable, decían de mí los que me conocían; poco dado a hacer nuevas amistades, menos aún si era entre el vecindario, lo llamaba yo. Odiaba  a las personas que, sin conocerte de nada y  por el mero hecho de coincidir varias veces en el ascensor o en el portal,  junto a  los «buenos días» te daban una palmadita en la espalda para preguntarte a continuación: «¿Qué tal?». A lo que yo solía responder con un sonoro gruñido. Pero si algo me sacaba por completo de quicio era cuando aquel vecino se hacía acompañar por un  perro. Una de esas supuestas encantadoras mascotas que no dudaba en acudir a tus pies para olerte y, si te dejabas convencer por su mansedumbre, ganarse una caricia. Entonces,  mi grito se escuchaba por toda la escalera:

—¡Aparte inmediatamente su chucho de mí!

Trabajando en una agencia de viajes entre doce y catorce horas diarias desde que cumplí veintiún años, comiendo y cenando siempre en bares y restaurantes, la  palabra hogar apenas significaba para mí el olor a café de por las mañanas o el poder hundirme en un buen colchón y, si acaso, una nevera con leche y zumo. El resto de mi casa era fría y hostil. Pero yo no lo supe hasta que un día tras otro los cuatro muebles que tenía, junto a la media docena de cuadros que el anterior inquilino había dejado colgados, empezaron a oprimirme durante el confinamiento.
Por eso, salir al balcón y sacar la cabeza fuera de la jaula en la que estaba, más allá del significado solidario, supuso al mismo tiempo una liberación. La primera vez recuerdo que fue hacia al principio del encierro y tras oír un temblor que venía de la calle. Nada más poner un pie en el balcón, y ver aquel  mar de personas aplaudiendo desde ventanas y balcones, arriba y abajo, a derecha e izquierda, me quedé atónito. Sin palabras pero de igual modo sin saber bien qué hacer. Fueron solo unos segundos, aunque me pareciera una eternidad, en los que noté infinidad de ojos clavados en mí. En cuanto me repuse, pensé que, cómo decía mi padre, lo mejor sería no destacar. Así fue como empecé a aplaudir.

Durante ese tiempo, muchos vecinos aprovechaban para saludarse entre ellos agitando los brazos. Aquel gesto me ponía muy nervioso y yo no tenía ningún interés en imitarlo. Sin saber hacia dónde mirar, muy pronto descubrí, un poco más abajo de mi balcón y separado por una decena de metros, en un edificio casi en ruinas pegado al mío, a un hombre mayor de pelo blanco aplaudiendo de una manera especial. Aquella persona, vestida siempre con chaqueta y pantalón de pijama, o con un abrigo por encima si el día era frío, arrastraba una pierna y se apoyaba en un bastón al andar. Su aspecto me llevó a pensar que se  trataba de un octogenario, y no solo por batir las palmas con lentitud o por tener la espalda encorvada, sino por ser un viejo resistente a la especulación ya que parecía ser el único inquilino de ese edificio. Una construcción seguramente con más de un siglo en la que varías vigas exteriores apuntalaban una fachada plagada de desconchones.
Lo especial de sus aplausos estaba en un perro pequeño  que no dejaba de dar vueltas alrededor del anciano. Tenía un pelaje irregular y abigarrado que tan pronto me daba la impresión de ser marrón como crema. Enseguida supuse que era su única compañía. Aquel chucho, a todas luces mezcla de muchas razas, mostraba una característica molesta en exceso: mientras que el anciano batía palmas, el animal ladraba al compás de los aplausos. Debería llamarse Clap, pensé con sorna, y lo imaginé formando parte de algún espectáculo circense en el que el chucho solicitara con ladridos el aplauso del público.
El recuerdo de mi abuelo, fallecido varios años atrás y al que también en sus últimos años de vida  hizo compañía un perro similar aunque sin otra habilidad que pasar las horas tumbado a su lado, acudió de inmediato a mí.  Por lo tanto, sin conocer como se llamaba el vecino, le supuse el mismo nombre: Tomás. Como señor Tomás y Clap quedaron en mis pensamientos. En cierta medida, un burdo homenaje con el que combatir la mala conciencia que tenía por no haber visitado más a menudo a mi pariente.

Una tarde, a mediados de semana, el señor Tomás no salió al balcón. El día era lluvioso y gélido,  y creí que lo mejor que podría hacer sería quedarse dentro de la casa con una manta por encima  y la calefacción bien cerca. Al día siguiente, solo vi a Clap. Entró y salió del balcón varías veces, en todas ellas sin dejar de repetir los molestos ladridos al son de los aplausos. Al llegar el fin de semana, con cielos azules sin una nube y con una temperatura que parecía un adelanto del verano, no vi al señor  Tomás, tampoco al perro, y me extrañó.
Avanzada la mañana del lunes, escuché el sonido de una sirena. Salí muy deprisa a la terraza desde donde vi a una ambulancia aparcando a la altura del portal contiguo al mío: el del señor Tomás. Pasó una hora hasta que el vehículo volvió a arrancar sin que yo pudiera identificar del todo a la persona que los camilleros, cubiertos con mascarilla y trajes de plástico de la cabeza a los pies, introdujeron  por las puertas traseras. Me temí lo peor cuando aquella tarde  el señor Tomás tampoco salió al balcón. En ese momento, bajo el rumor de  los aplausos me pareció oír el ladrido de Clap desde el interior de la vivienda.
Las tardes que vinieron a continuación, en todas ellas con el balcón del anciano cerrado, aquel animal se sumó a los aplausos con la puntualidad de un reloj suizo. Ya no me cabía ninguna duda, el señor Tomás debía estar hospitalizado.

( continuará )