—Por lo que debemos condenar y condenamos a…

En ese mismo instante, Ricardo levantó la cabeza y, aunque siguió viendo mover los labios a la secretaria judicial, dejó de escucharla. Los ‘debemosssss’ ‘condenarrrrr’ ‘condenamossss’  con los que ella convertía en interminable cada frase habían conseguido marearle.

Desde que comenzó la lectura de la sentencia, Ricardo había intentado no prestar demasiada atención distrayéndose con las gruesas cortinas granates de los ventanales, la lámpara de cristal tallado o la madera de nogal que cubría las paredes. Sin embargo, no había conseguido controlar las oleadas de angustia que le recorrían por el vientre y acabó por dejar la mirada fija en las baldosas grises del suelo hasta que, por cansancio, entornó los párpados.

Cuando el runrún de la secretaria se acabó, la vista se le nubló y, de seguido, tuvo varias náuseas. A pesar de solo haber intuido la condena leyéndola en los labios de aquella mujer, volvía a sentirse zarandeado como si fuera un saco de boxeo.  Por instinto, se llevó las dos manos al estómago, pero lo que notaba por dentro era un abismo gigantesco y no un simple vacío.

—Quiere añadir algo el acusado —dijo en ese momento el juez.

Ricardo negó con la cabeza antes de hablar en un hilo de voz.

—No, señoría.

Sintió varios pinchazos por las piernas al ponerse en pie. Los policías que lo custodiaban le hicieron señas para caminar hacia la puerta que daba a los calabozos pero su abogado, agarrándolo por el brazo, le dijo al oído que los diez años se quedarían en uno o dos a lo sumo. A Ricardo le daba igual lo que le dijera, solo quería que aquel tipo no se le acercara tanto. La bocanada de tabaco, alcohol y sudor que desprendía echaba para atrás.

 

Todo el tiempo que Ricardo pasó en la celda del juzgado, sumado al del traslado en el furgón acompañando a otros presos, tuvo la sensación de ser un espectador que viera su propia película desde el patio de butacas, pero en un local con el aire impregnado de heces y bilis. Un olor que, como una zarpa, se le había quedado atascado en la garganta y que le hizo tener la cabeza desaparecida entre los hombros volviendo a taladrar el suelo con los ojos. Era una olla express al máximo de presión. Conseguía que no explotara gracias a que, a modo de válvula, movía con pequeños y rápidos brincos una de sus piernas.

 

Al cerrarse la primera verja del recinto carcelario, Ricardo se dio cuenta que la sangre no tardaría en reventarle las venas. A punto estuvo de soltar un puñetazo al tercer funcionario que le pidió rellenar otro formulario ¿No tenían su expediente? ¿No figuraba en él la edad o el color del pelo? Un vecino de fila, al verlo rojo y conteniendo la respiración, le soltó por lo bajini:

—Tranquilo chaval, o será peor para ti.

Le hizo caso. A base de llenar los pulmones de aire para expulsarlo despacio, y a obedecer igual que un robot, se fue convirtiendo en lo que todo el mundo quería, uno más. El seiscientos quince be jota, le acababan de notificar.

—Así que eres otra mula incautada e incauta… ¡Nunca aprenderéis!… ¡Desnúdate, apoya las manos en la pared y abre bien las piernas! Señor… es la hora de su masaje —le dijo entre carcajadas uno de aquellos hombres del traje gris.

Ricardo se bajó  el calzoncillo y lo dejó en la cesta haciendo que no escuchaba las mofas del carcelero. Con sus ojos a tan solo unos pocos centímetros del grasiento tabique en el que se apoyó, quiso cerrar el puño para clavarse las uñas y así no mojar la mejilla.

—¡Las palmas extendidas sobre la pared y las piernas mucho más abiertas! Si no te gustan mis friegas, luego te dejamos una hoja de reclamaciones —le gritó en  tono bronco el mismo funcionario de antes.

Sintiéndose aún más desnudo de lo que estaba, no pudo contener un par de lágrimas. Tampoco sintió ningún alivio cuando aquellos dedos ajenos dejaron de explorarlo. En ese instante comprendió que se trataba de marcarlos con un hierro candente como a reses. Solo era eso.

 

Había escuchado cientos de veces en la televisión la descarga seca y metálica al cerrarse las celdas. Cuando la suya lo hizo, aquel eco le pareció un disco rayado sonando en su cerebro. Tumbado en la litera de abajo, encogió las piernas, cruzó los brazos sobre el pecho y se tapó por completo con una áspera sábana que algún día debió ser blanca. Necesitaba aislarse, sentirse solo, el bálsamo de una paz que no conseguía ni rozar.

—Quiiillooo, mi amor, hazme compañía que estoy muuuu solo —gritó con sorna el compañero del camastro de arriba, un tipo simpático y bromista que le había caído muy bien cuando Ricardo entró por primera vez en la celda.

—Sé bueno conmigo y yo lo seré para siempre contigo… —continuó diciendo hasta que un concierto de aplausos y risas, incluidas las de Ricardo, retumbaron por los pasillos durante un buen rato hasta que fueron ocluidas por tres timbrazos largos y roncos.

Sin acallarse del todo aquel rumor, la voz metálica del altavoz de cada celda reclamó silencio.

 

Ricardo ni dormía ni estaba consciente. Tan inmóvil como un cadáver, su cerebro sobre la almohada era un mar azotado por una galerna. Se había repetido cientos de veces que, para sobrevivir en aquel lugar, la clave sería resistir. Aunque también conocía a la perfección al más cruel de sus enemigos: él mismo.

No paraba de preguntarse por qué tuvo que realizar un tercer viaje cargado de cocaína. La respuesta era siempre la misma, había sido un yonqui del dinero, padeciendo una dependencia tan fuerte como juntar a la vez la de la heroína, la nicotina y el alcohol.  En los viajes que hizo para los de Medellín jamás le preocupó caminar por el borde de un precipicio. No pensó que podía tropezar, o que le harían tropezar, y caer hasta el fondo. Allí había ido a parar esa interminable noche, en un agujero de diez metros cuadrados con el aire saturado de resentimiento y sudor.

Lamentarse no le ayudaría, se dijo, pero no lograba olvidar lo que su padre le susurró al oído mientras se abrazaban en la Audiencia.

—Las ramas del árbol que antes se tronchan siempre son las más débiles o enfermas. En ocasiones es por el vendaval, en otras es el jardinero quien debe sanear el árbol.

En su caso, tanto la tormenta por querer enriquecerse por la vía rápida como el señor juez habían cortado todo el ramaje. La solución no estaba en lamentarse, pensó, se trataba de no meterse en jaleos hasta el día en el que pudiera abandonar aquel hoyo.  Sería un bulto invisible a todos, aunque tuviera que atarse las manos a la espalda o tuviera que llevar grilletes en los pies.

«Tercer Grado» estaba escrito en la pancarta de meta.

Con el dinero que había ganado en las primeras entregas, lo único que en realidad necesitaba, había conseguido parar el desahucio del bar. Gracias a sus padres, que estarían tras la barra, y a su mujer, que se encargaría de la cocina, podrían pagar al abogado y subsistir todos hasta que él recuperara la libertad.

Echando paletadas de tierra sobre esos pensamientos, Ricardo empezó a comprender que, de momento, solo aspiraba a dormir de un tirón.

 

El café era poco más que agua oscura, las magdalenas pequeños proyectiles y media manzana estaba podrida. Ricardo no dijo nada. En un rincón del comedor, sintiéndose una nueva mercancía con los ojos de unos y otros escarbando a su alrededor, la primera hora se había consumido como la estela de un avión en el cielo. Eso era lo que él necesitaba, que el tiempo se diluyese igual que un azucarillo en el agua y no ser ni tan siquiera una sombra. Lo más, un bulto sin forma ni cara, una mancha accidental en la que nadie se fijase.

Se unió a la marea que caminaba hacía la claridad que entraba por un gran portón. Afuera le aguardaba el patio con suelo de cemento, varios bancos de plástico y cuatro canastas de baloncesto sin aro. Aunque el día era frío, percibió un cosquilleo en la cara cuando le golpearon los rayos todavía oblicuos del sol. No le sorprendió que los corrillos de internos distribuidos por los muros estuvieran formados por distintos grupos étnicos. Solo vio a media docena de presos caminando sin compañía alguna.  Ricardo hizo la intención de sentarse en una zona soleada para absorber alguna brizna de luz, pero, le pareció, que un grupo de africanos le miraban mal. No le dio importancia y siguió andando. Se conformó con sentir el viento que soplaba desde las cumbres cercanas golpeándole en la cara.

—Un amigo de Cárdenas quiere verlo, sígame —le dijo un tipo bajito y calvo del grupo de los colombianos.

El corazón de Ricardo empezó a dispararse de revoluciones. ‘No, ya me han encontrado’, pensó mientras caminaba sin rechistar detrás del hombre.

Cuando estaba a tan solo dos pasos de aquella camarilla, el círculo que formaban se abrió y Ricardo, atravesando un pasillo humano, vio en el centro a un individuo exageradamente gordo sentado en una butaca. Desprendía un fuerte olor a pachuli.

—Cárdenas le envía saludos. ¿Cómo le trataron, está todo a su gusto?

—Sí, sí, gracias.

A Ricardo apenas se le escuchó. El temblor de sus piernas era más que notorio.

—Perfecto, porque pronto nos va a poder pagar el adeudo… ¡Qué pecaito su detención, pero no esté tan achantao, sabemos que usted es berraco y nuestro business aún no está tieso! A vos no habrá que barajárselo más despacio. Coja este pincho y me arruncha para siempre al ñero chistoso de su chabolo, no quiero oír más a ese cansón… ¿Me comprendió?… su compañero de litera, que le dé matarile, como ustedes le dicen… Man, man, pero… ¡si le da un yeyo no se me estutane aquí en medio! ¡No me sea culicagao!

 

 

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Photo by hermenpaca