Se acerca el crepúsculo y la luz de gas de las farolas empieza a parpadear. Por el adoquinado de la calle una mula arrastrando un carro y dos coches de caballos están a punto de llegar a la entrada del salón de baile más famoso de todo París. Superponiéndose al eco de los cascos, a través de las puertas abiertas de ese local, se escapa el bullicio alegre de unos gritos femeninos junto a música de violines. En la puerta de acceso se agolpan una docena de hombres y mujeres para entrar. Por encima de ellos se encuentra un molino pintado de rojo. Aunque hace viento, las aspas no se mueven. Tampoco lo hace la medialuna brillante de madera que tiene en lo mas alto y en la que alguien ha pintado una cara amable y sonriente. Detrás, la calle se empina hacía la cima de una colina.

Con pasos cortos y apoyado en un bastón, un hombre con barba y lentes, pero con la estatura de un niño, se abre paso con dificultad hasta ese lugar. Lleva un cartapacio grande bajo el brazo lleno de láminas y dibujos.

—Buenas noches, Henri.

El saludo lo escucha Henri a su espalda. Al volverse topa con unas piernas delgadas y larguísimas. Levanta la cabeza hasta distinguir a su amigo Valentín debajo de un sombrero de copa muy alargado.

No le da tiempo a responder. Valentín, elevando la voz y agitando los brazos, vuelve a hablar:

—Señoras, señores, apártense, por favor. Dejen pasar al pintor de la diversión y el baile, al gran Toulouse-Lautrec.

 

Una vez dentro del local, un camarero conduce a Henri hasta una mesa pequeña y redonda con el rotulo de reservado. Está al borde de la pista de baile. Henri deja los dibujos sobre la mesa, y como si gateara por las patas de la silla, tras resoplar en un par de ocasiones, logra sentarse. Después, de un bolsillo de la chaqueta saca una docena de lápices de colores y busca una lámina en blanco.

En la pista Louise, ‘La Goulue’, levanta las piernas hacia el techo. A su lado, Valentín da palmas y jalea tanto a la bailarina como a los espectadores.  Henri, bebiendo pequeños sorbos del coñac que le han servido, rasga el papel con trazos seguros y rectilíneos. A través de sus lentes mira a Louise. Sin pestañear, permanece así un buen rato. Luego, baja la cabeza y dibuja todo el tiempo que dura el baile.

—Hola Henri, cariño, ¿te ha gustado? —dice Louise casi sin aliento, pero levantando la voz entre los aplausos que retumban por todo el local tras su actuación.

—¿Te sentarás un rato conmigo? Me gustaría seguir dibujándote.

A Henri le tiemblan las manos cuando ve que el sudor corre por la frente de Louise, pero, sobre todo, por la respiración agitada del pecho de la bailarina que parece hará saltar los botones de su blusa.

—Bueno, estoy sedienta y cansada. Enséñamelos, pero tendrá que ser con un vaso de absenta delante.

Louise se sienta separada de la mesa con las piernas abiertas. Ha cogido su falda por la parte de abajo y la levanta por encima de los muslos en movimientos rápidos que le proporcionan aire en el rostro. Henri abre la boca y solo se le escucha decir: «Louise…». Se ha quedado en blanco porque le llega olor a rosas y a mujer.

Ella deja de abanicarse con la falda, echa su cabeza hacia atrás y se carcajea. Lo que provoca que Henri vuelva sobre el dibujo y Louise gire el cuello intentando verlo.

—¿Así soy yo? —dice Louise apretando con las dos manos la cinta con la que sujeta el moño.

—Louise, eres vida, lo único hermoso que esta tiene —responde Henri sin querer cruzar la mirada con la de ella a la vez que desliza sus dedos por el papel mientras prosigue—. Yo soy feo, un aborto contrahecho, por eso pinto la alegría y la sensualidad, y la tuya es la mejor.

—¡Qué cosas dices! págame otra botella y te veré como el hombre más hermoso de la tierra… —Louise, de repente, se queda en silencio, parece no respirar. Pone una mano sobre el pecho y al ritmo de sus latidos dice:

—Henri, si no pestañeo y solo miro al dibujo… ¡bailo como si estuviera en mitad de la sala!

Henri estira la comisura de los labios amagando una sonrisa y bebe otro trago de coñac.

Quiere acabar la lámina esa noche, pero su mano se detiene cuando, sorprendido, escucha a Louise llamar a una de las bailarinas que están en la pista.

Es una chica pelirroja y muy delgada quien se sienta con ellos cumpliendo la invitación de Louise. Lo hace enfrente de Henri.

—Y a Jean ¿cómo la pintarías? —dice Louise agarrando con sus manos las de la chica.

—No sé, cuando tú bailas solo te veo a ti, todo se mueve a tu alrededor, incluso Valentín cuando te anuncia. El público o las otras chicas solo son sombras.

—Henri, cariño, eso solo lo ves tú.

Louise se vuelve hacia Jean y, con una mano, la acaricia el cuello. Después de beber otro trago, continúa:

—Míranos, esto nunca te atreverías a pintarlo —nada más acabar la frase, atrae hacía ella a la otra mujer y aproxima sus labios hasta fundirlos con los de su compañera en un beso.

Henri se restriega los ojos, pero sostiene la mirada todo el tiempo que las dos mujeres permanecen abrazadas.

—Sí que lo dibujaré —acaba diciendo Henri mientras Louise y Jean, que tras separarse no han dejado de mirarse, vuelven a juntar sus bocas.

Henri deja el dibujo de la ‘Goulue’ y rebusca entre sus bocetos. En la parte de atrás de uno comienza a trazar líneas. De vez en cuando, levanta la cabeza para mirar a las dos mujeres. En cuanto lo hace, ellas vuelven a besarse entre carcajadas y carantoñas que tan pronto aparentan ser impostadas como verdaderas.

—Louise, ¿qué te parece? —suelta Henri tras unos minutos en los que su muñeca parecía ejecutar un baile sobre la lámina.

—¿Es esta Jean? …, tus dibujos sobre nosotras no los querrá nadie, dos mujeres besándose… te acusarán de pornógrafo, irás a la cárcel. Fuera de estas paredes, todos los hombres son fieles y todas las mujeres somos castas.

Henri acerca su mano hasta la de Louise y ella, al notar que tiembla, se la aprieta con fuerza mientras que él respira profundamente antes de hablar.

—No me importan los castigos con tal de dibujarte amando. A Jean o a quién sea. Ver y pintar esa esencia es igual que deslizar mis manos por tu piel.

—¿Eso crees?

Tras la respuesta, Louise levanta la frente cerrando los ojos y Henri vuelve sobre el dibujo.

Aquel silencio lo rompe la orquesta al volver a sonar. A la vez, Louise le dice algo al oído a Jean. Su amiga asiente y ella, levantándose de la silla, dice:

—Entonces, llama a un coche y vámonos los tres a tu atelier. Prolonguemos la magia del molino… Henri ¿podríamos llevarnos una botella de absenta?

Los cristales de los lentes de Henri no impiden ver cuánto brillan sus pupilas. Mientras acaricia la mano de Louise, levanta el otro brazo hacia el camarero y grita:

—¡Una botella de coñac y dos de absenta! — y, nada más decirlo, mirando a Jean y a Louise, añade—. ¡Todavía queda mucha noche y yo tengo muchas cartulinas en blanco!

 

 

 

 


 

 

Photo by CaBLe27

Photo by lakelou