Jueves

Llueve. Son gotas diminutas, como si los dioses del cielo, a través de cicateras nubes grises, nos pulverizaran con su aliento. Es verano, agosto, y hoy es tiempo de confesiones, intimidades como las del diario empezado hace más de cuarenta años y abandonado un día —un miércoles cualquiera sería lo justo— igual que lo hizo el empuje de la adolescencia que me llevó a iniciarlo. Entonces era invierno, o así lo recuerdo, porque solo en la soledad de los días fríos, vestido con pantalones de pana y jersey de lana, conseguía sembrar de letras mi incipiente vocación literaria. El discurrir de aquel tiempo se parece a nadar contracorriente, brazada tras brazada, tragando agua, sacando a duras penas la cabeza entre las olas, sintiendo la incomunicación, sin tener a nadie tendiéndote la mano. Ahora miro hacia el abismo que me separa de aquel «entonces» y el vértigo se apodera de mí. Me recuesto, cierro los ojos y veo la montaña rusa que son esos años pegados a aquel diario. Se trataba de un cuaderno de tapa dura y color azulado, de hojas cuadriculadas, forrado con papel de periódico y sin señal alguna que lo identificara. También era muy irregular, podía pasar días sin completar ni una hoja o que, en una sola jornada, la llamada de mi madre para cenar fuera lo único que me hiciera apartar la mano de él. También era atípico, más un compendio de poemillas y cuentos que la narración de todo aquello que me acontecía. Me gustaba escribir y tocar la guitarra. Todavía me gusta. Hoy, ¿busco recordar?, ¿ensalzar?, ¿continuar?, ¿finalizar? aquel diario que aún sin deslizar una letra por él, jamás abandoné. Porque alegrías y llantos, los que la vida me regaló, fueron así mismo sembrados en medio de cuanto más tarde escribí.

Según completo este reencuentro y cubro la primera hoja, se rompen las nubes y un cielo tan azul que parece pintado, despide las últimas horas de la tarde.

Viernes

El sol, como un deseo insatisfecho, se inclina hacia las montañas dejándome atrapado por la luz y la calma vespertina. Sin embargo, al amasar entre mis manos este retazo-apéndice de aquel otro escrito cuando despertaba a la vida, se remueven inesperados sedimentos-recuerdos sepultados bajo pesares, risas, combates, lágrimas o placeres, mezclados con las toneladas y toneladas de fotogramas-retrato de mi existencia-película. Si a través de aquellas páginas, igual de difuminadas en el pozo de la memoria como perfiladas ahora al bucear en ellas, relataba alguna de las dichas o desdichas de un adolescente y los escasos acontecimientos que removían nuestra aburrida sociedad, junto a mis encendidos sonetos y relatos fantásticos de entonces, ¿qué puedo aportar ahora? Nada de este día, el de hoy, me parece reseñable, digno sucesor de todo aquello. Solo la nostalgia ocupó mi respiración, solo proyectarla consumió los tres mil seiscientos segundos de cada hora.

Al oscurecerse el cielo, aparece alguna estrella tímida lanzando guiños. Mi borrachera de morriña me hace verlo como una senda rocosa hacia la esperanza, la constelación que me ha de llevar a los confines de la tierra algún día.

Domingo

Las farolas de mi calle, vistas desde la terraza, aún hacen por borrar las sombras a pesar de que los primeros destellos del día muestren su belleza tras el horizonte. Cuando casi todos duermen, un ejército de fantasmas ha trastornado mis pesadillas, me ha hecho incorporarme al mundo real y sentarme frente al teclado para volcar en esta confesión —¿breve memoria de una semana?, ¿pincelada autobiográfica?— cuanto hierve en mi interior. Porque de eso se trata, ¿no es verdad? De desnudarse ante la hoja en blanco, ante ti mismo como único lector, no dándote la opción del engaño-lodo en el que a los escritores nos gusta revolcarnos. Pero, ¿cuáles fueron los motivos para escribirlo hace tanto tiempo? ¿Solo me movía la amargura adolescente de saberme incomprendido, de buscar la autoconfesión seguida de la autoabsolución o, más bien, nada fue así y ya pretendía encontrar —como ahora— otros ojos lectores, otras imaginaciones en comunión con la mía? ¿Sinceridad poética que me llevara a conquistar el cielo o cuentos interrumpidos por miles de aplausos? Sería sencillo interpretarse observando lo que ahora refleja el espejo, pero dudo saber cómo narrarlo sin antes haber impregnado mi piel en la ciénaga mencionada.

No quedan espacios donde escribir y debo pasar la página, acabar o, simplemente, poner un punto aparte aguardando a otros latidos de inspiración.

Sin darme cuenta, los brillos del día extienden su manto sobre montañas, edificios, coches y personas madrugadoras… y sobre las farolas, sumidas en el silencio, solemnes hasta que llegue la siguiente noche, el siguiente capítulo de aquel diario inconcluso (todos lo son) y esta encanecida intentona escrita mucho tiempo después.

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( incluido en el libro de relatos: Hojas Incendiarias.)