(Primera parte de tres)

No tuve que decir aquello de «Houston, tenemos un problema». Ellos ya lo sabían. Bill, el jefe de la misión, esta vez no me regañó. Apenas pudo balbucear tres palabras antes de cerrar la transmisión: ‘Arriate, Good luck’.

Tras unos segundos en los que en la nave solo se escuchó el chisporroteo del altavoz, en la pantalla de datos apareció el tuit que los ciento noventa y tres gobiernos del planeta habían publicado: ‘Isidro Arriate, el héroe de laTierra, el salvador de la humanidad’. Me temblaban las manos y mis dedos no atinaban a pulsar el teclado. Acabé pensando en cómo era posible que alguien como yo salvara al planeta. Tardé en encontrar una respuesta. 

Con la nariz apoyada en el frío cristal miré a través de la pequeña ventanilla. Dos mil kilómetros más abajo la tierra empezaba a ser una pelota azul y blanca cada vez más pequeña. No me llamó la atención, imágenes como esas las llevaba viendo en la pantalla del televisor toda mi vida. 

No debía saber todavía andar cuando mi padre, empeñado en que su hijo se convirtiera algún día en astronauta, me sentaba frente al televisor para, en vez de ver ‘Dragon Ball’  como el resto de los niños de entonces, tragarme la serie entera de ‘Cosmos’ en el antiguo DVD que teníamos. Según se fueron rayando los discos aquellos de tanto entrar y salir, las películas que vinieron a continuación no fueron ‘El rey león’, ‘Aladino’ o ‘El Jorobado’. A mí me hacían ver ‘Atrapados en el espacio’, ‘Elegidos para la gloria’ o ‘Apolo XIII’. Incluso una española antigua, ‘El astronauta’, en la que entre risas mi padre decía: «Céntrate, no quiero que seas como ese».

No sé si me centré, siempre fui muy obediente y nada, ni las chicas ni la ‘play’ ni dar patadas a un balón, lo único en lo que destacaba como para haber sido fichado por el Real Madrid, hicieron que me apartara del camino que habían trazado para mí desde la cuna.
Dicen que lo primero para triunfar es desearlo cada minuto del día entregándote a esa pasión en cuerpo y alma. No era mi caso, ya que solo trataba de conducir a buen puerto el sueño obsesivo de mi padre, pero sin llegar a preguntarme jamás si realmente quería ser astronauta.

A pesar del difícil proceso de selección siempre me llamó la atención ver como iba superando prueba tras prueba y otros aspirantes, sin duda mucho más preparados que yo, se iban quedando por el camino. Me llevó un tiempo comprenderlo, más que fortuna fueron los test a los que nos sometían los psicólogos y que seleccionaban ciertos perfiles independientemente de las aptitudes que se tuvieran para formar parte de una misión espacial, o eso oí murmurar quejándose amargamente a mis profesores de vuelo mientras me examinaban y comprobaban las escasas aptitudes que tenía.
Seguí intentando no defraudar a mi progenitor, aunque empezaba a darme cuenta de que sería muy difícil formar parte de una tripulación que saliera fuera de la atmósfera terrestre. Lo que no me imaginaba, ni creo que mi padre lo hubiera pensado nunca, es que en mi primera y única misión reescribiría el guion de ‘Armageddon’.

Desde que un astrónomo japonés descubrió a Turamachok aproximándose al sistema solar mi vida cambió. La mía y la de los siete mil quinientos millones de personas que viven sobre la tierra. Porque Turamachok, un asteroide de cinco kilómetros de ancho, se nos venía encima. La explosión que generaría al impactar sobre la superficie, aunque cayera sobre el océano o en una zona deshabitada, nos llevaría, en el mejor de los casos, a un invierno nuclear de varios siglos de duración. La sociedad actual se derrumbaría y, con ella, nadie se atrevía a pronosticar si nuestra especie sobreviviría ni en qué condiciones. Había que destruirlo más allá de nuestra atmósfera o desviar su trayectoria. Quedaban, para que esta catástrofe cósmica se produjera, trescientos cuarenta días. El reloj del Apocalipsis ya había juntado las dos manecillas sobre las doce, quedándonos  tan solo unas centésimas de segundo para nuestra desaparición.

(Continuará)