El aullido de los lobos

Hace mucho frío. En la calle el suelo cruje al pisarlo. Vasili, inquilino nocturno de un cajero automático, se pasa la mano por los labios porque el vaho se le está quedando pegado en las grietas de los labios. Parece igual que azúcar, piensa mientras inicia un amago de sonrisa.

Vasili tiene por manta a dos plumíferos roídos y su lecho está formado por varios cartones llenos de manchas de grasa y de goterones resecos de vino. Ese somier y colchón de cartón antes sirvió de embalaje para televisores panorámicos; inteligentes se puede leer aún. Al lado del lecho ha dejado un carrito de la compra, allí guarda todas sus pertenencias: camisas y calzoncillos sucios, un pantalón vaquero medio roto, varios pares de calcetines de lana deshilachada, una caja metálica de galletas con tres botellitas de whisky que le dio un recepcionista de hotel, un recipiente de cartón con vino tinto, el pasaporte caducado, una trompeta de latón plateada y una cartulina dónde otro colega le ha escrito “alluda comer /sin familia / enfermo igado”.

La boquilla de la trompeta asoma por un lateral. Ya no la intenta tocar, la neumonía le ha dejado sin aire y las toses le impiden sacar mi sostenidos o los re bemoles. Todos sus enseres se sujetan con ganchos de gomas.

Son las once de la noche de un gélido viernes de enero y la gente entra y sale continuamente del cajero para sacar dinero. Vasili, cubierto por completo, es un bulto inerte pegado a la pared y de espaldas a la puerta. Un trasto al que nadie hace caso. No duerme. El cartón de Cumbres de Gredos lo tiene agarrado con las manos, que pega al cuerpo para que no se vea. Lo apura en un instante en el que nadie está delante de la pequeña pantalla del cajero. Al paladear las últimas gotas, estas atraviesan su gaznate y bajan hacia el estomago, pero no siente el ardor que otras veces lo calienta. 

Un par de horas más tarde, avanzada la madrugada, escucha afuera risas y batir de palmas. Unos instantes después, repetidos puntapiés golpean la puerta de cristal. Vasili quisiera fundirse con las losetas de granito del suelo. Aguanta la respiración y cierra los ojos, aunque tenga tapada la cabeza. 

A continuación, tres personas entran en el cajero. Vasili no se vuelve para mirarlos, pero siente un escalofrío cuando escucha los golpes que un objeto de madera y otro metálico hacen sobre el suelo. Pasos de botas retumban dentro de sus oídos. 

—¡Eh, tú, escoria… levántate!

Se hace un silencio, Vasili piensa que esos tipos están conteniendo la risa.

— Pedazo de mierda, ¿no nos entiendes? —le dice una voz muy cerca del oído. 

A la vez, se siguen escuchando los golpes sobre el suelo. Vasili tiembla, los siguientes los espera sobre sus costillas. Oye un carraspeo y el silbido que hace un escupitajo. Ha impactado encima del plumífero cuando oye que otra de esas personas le dice: 

—Venís a llenar nuestros hospitales, a chuparnos la sangre… ¡borracho, regresa a tu puto país de mierda!

Los golpes sobre las losetas se aceleran. Vasili está tosiendo cuando la puntera  de una bota se hunde sobre sus riñones. El «Ay… » que se le escapa se entendería en cualquier idioma, pero es el dolor del costado y el pánico a otros golpes lo que le lleva a suplicar sin acento alguno:

—¡No me hagáis nada!

Con la patada que le dan al acabar de hablar se ve partido en dos, por eso se gira y, a la vez, hace la intención de incorporarse. Ve el bate y la cadena a un palmo de su cuerpo. Se estremece y vuelve a toser.

Todavía con la cabeza agachada hacia el suelo, con las manos apoyadas sobre él, levanta los ojos hacia las personas que tiene a su alrededor. Los ve mover los labios pero no entiende qué dicen. Unos pinchazos en sus sienes le empiezan a golpear con más furia que cualquiera de los anteriores puñetazos. Todo lo que oye le parece el aullido de los lobos. 

Vasili intenta de nuevo levantarse, casi lo consigue, pero una bota militar lo devuelve al lecho de cartones. 

—¡Te vas a enterar, escoria! —oye desde el suelo mientras se  está  convirtiendo en una pelota arrugada. 

Al mismo tiempo ve como uno de aquellos hombres esparce sobre él un líquido que sale de una garrafa. Es azulado y siente frio al mojarle la ropa. Empieza a tiritar, pero es solo al olerlo cuando sus dientes y manos se mueven como si fueran un flan. De nada sirven los tres chorros de meados que durante un interminable minuto recibe sobre el cuerpo. Tampoco le ayudan las  lágrimas que le nublan la visión. Abre la boca para decir varias veces: 

—¡Dejadme, por favor! 

Al escuchar el ‘zas’ del fósforo sobre la lija, Vasili, durante unos segundos, se queda petrificado y enmudece hasta que las llamas, que intenta sacudirse con las manos, se propagan por la ropa. No tarda en empezar a chillar con unos alaridos que cada vez son más agudos.

Los tres hombres, ya en el exterior, entre toses y risas que suenan como aullidos, se pasan una botella de litro de cerveza mientras levantan extendido el brazo derecho y contemplan orgullosos la pira humana que han dejado dentro del cajero automático.


Hace mucho frío. En la calle el suelo cruje al pisarlo. Vasili, inquilino nocturno de un cajero automático, se pasa la mano por los labios porque el vaho se le está quedando pegado en las grietas de los labios. Parece igual que azúcar, piensa mientras inicia un amago de sonrisa.

Vasili tiene por manta a dos plumíferos roídos y su lecho está formado por varios cartones llenos de manchas de grasa y de goterones resecos de vino. Ese somier y colchón de cartón antes sirvió de embalaje para televisores panorámicos; inteligentes se puede leer aún. Al lado del lecho ha dejado un carrito de la compra, allí guarda todas sus pertenencias: camisas y calzoncillos sucios, un pantalón vaquero medio roto, varios pares de calcetines de lana deshilachada, una caja metálica de galletas con tres botellitas de whisky que le dio un recepcionista de hotel, un recipiente de cartón con vino tinto, el pasaporte caducado, una trompeta de latón plateada y una cartulina dónde otro colega le ha escrito “alluda comer /sin familia / enfermo igado”.

La boquilla de la trompeta asoma por un lateral. Ya no la intenta tocar, la neumonía le ha dejado sin aire y las toses le impiden sacar mi sostenidos o los re bemoles. Todos sus enseres se sujetan con ganchos de gomas.

Son las once de la noche de un gélido viernes de enero y la gente entra y sale continuamente del cajero para sacar dinero. Vasili, cubierto por completo, es un bulto inerte pegado a la pared y de espaldas a la puerta. Un trasto al que nadie hace caso. No duerme. El cartón de Cumbres de Gredos lo tiene agarrado con las manos, que pega al cuerpo para que no se vea. Lo apura en un instante en el que nadie está delante de la pequeña pantalla del cajero. Al paladear las últimas gotas, estas atraviesan su gaznate y bajan hacia el estomago, pero no siente el ardor que otras veces lo calienta. 

Un par de horas más tarde, avanzada la madrugada, escucha afuera risas y batir de palmas. Unos instantes después, repetidos puntapiés golpean la puerta de cristal. Vasili quisiera fundirse con las losetas de granito del suelo. Aguanta la respiración y cierra los ojos, aunque tenga tapada la cabeza. 

A continuación, tres personas entran en el cajero. Vasili no se vuelve para mirarlos, pero siente un escalofrío cuando escucha los golpes que un objeto de madera y otro metálico hacen sobre el suelo. Pasos de botas retumban dentro de sus oídos. 

—¡Eh, tú, escoria… levántate!

Se hace un silencio, Vasili piensa que esos tipos están conteniendo la risa.

— Pedazo de mierda, ¿no nos entiendes? —le dice una voz muy cerca del oído. 

A la vez, se siguen escuchando los golpes sobre el suelo. Vasili tiembla, los siguientes los espera sobre sus costillas. Oye un carraspeo y el silbido que hace un escupitajo. Ha impactado encima del plumífero cuando oye que otra de esas personas le dice: 

—Venís a llenar nuestros hospitales, a chuparnos la sangre… ¡borracho, regresa a tu puto país de mierda!

Los golpes sobre las losetas se aceleran. Vasili está tosiendo cuando la puntera  de una bota se hunde sobre sus riñones. El «Ay… » que se le escapa se entendería en cualquier idioma, pero es el dolor del costado y el pánico a otros golpes lo que le lleva a suplicar sin acento alguno:

—¡No me hagáis nada!

Con la patada que le dan al acabar de hablar se ve partido en dos, por eso se gira y, a la vez, hace la intención de incorporarse. Ve el bate y la cadena a un palmo de su cuerpo. Se estremece y vuelve a toser.

Todavía con la cabeza agachada hacia el suelo, con las manos apoyadas sobre él, levanta los ojos hacia las personas que tiene a su alrededor. Los ve mover los labios pero no entiende qué dicen. Unos pinchazos en sus sienes le empiezan a golpear con más furia que cualquiera de los anteriores puñetazos. Todo lo que oye le parece el aullido de los lobos. 

Vasili intenta de nuevo levantarse, casi lo consigue, pero una bota militar lo devuelve al lecho de cartones. 

—¡Te vas a enterar, escoria! —oye desde el suelo mientras se  está  convirtiendo en una pelota arrugada. 

Al mismo tiempo ve como uno de aquellos hombres esparce sobre él un líquido que sale de una garrafa. Es azulado y siente frio al mojarle la ropa. Empieza a tiritar, pero es solo al olerlo cuando sus dientes y manos se mueven como si fueran un flan. De nada sirven los tres chorros de meados que durante un interminable minuto recibe sobre el cuerpo. Tampoco le ayudan las  lágrimas que le nublan la visión. Abre la boca para decir varias veces: 

—¡Dejadme, por favor! 

Al escuchar el ‘zas’ del fósforo sobre la lija, Vasili, durante unos segundos, se queda petrificado y enmudece hasta que las llamas, que intenta sacudirse con las manos, se propagan por la ropa. No tarda en empezar a chillar con unos alaridos que cada vez son más agudos.

Los tres hombres, ya en el exterior, entre toses y risas que suenan como aullidos, se pasan una botella de litro de cerveza mientras levantan extendido el brazo derecho y contemplan orgullosos la pira humana que han dejado dentro del cajero automático.