Hacía tan solo unos segundos que María y yo habíamos mezclado sudor, besos y jadeos. Con los dedos entrelazados, desnudos todavía, nos incorporamos hasta sentarnos en la cama. Por la ventana abierta de la habitación, Madrid ocupaba la pantalla panorámica que se abría a nuestros ojos. Aquel océano de edificios y tejados arañaba el horizonte y, por encima de este, un sombrero de humo negro nos recordaba la amenazadora firma que la ciudad dejaba sobre sus habitantes.

Escuchamos como alguien subía el volumen de una bachata desde uno de los pisos inferiores y el aroma a cerdo agridulce del restaurante chino de abajo nos llegó por el patio interior. En ese momento, sin necesitar otras palabras ni gestos, nos abrazamos con la mirada. No solo por compartir latidos, sino por ser una parte más del paisaje y, como los escasos árboles que todavía resistían por aceras y bulevares, poder acumular capas y capas de corteza sobre el tronco. Pero aquel vendaval de caricias se fue convirtiendo en un río de recuerdos que me llevaron muy lejos en aquella tarde a principios de un mayo del siglo que empezaba.

Tan lejos que de repente enmudecí. Las manecillas del reloj se fueron congelando a la vez que me preguntaba por qué la ciudad, y nosotros con ella como si fuéramos un vagón inseparable de aquel tren, habíamos circulado media vida por una vía llena de trampas y peligros que nos hizo avergonzarnos tanto al reír como al amar. Sin duda, un viaje por un túnel oscuro que olía a podrido; un viaje hasta lo más recóndito de mi memoria por un Madrid que había perdido la alegría convirtiéndose en un lugar incómodo.

Aunque la capa de desdicha debió propagarse algunos años antes de mi nacimiento, yo también la sentí siendo otro niño más en aquella ciudad de barrios periféricos que se expandían como esas mareas vivas que dejan sin arena la playa. Una urbe de escombros, chabolas y basuras; de cortes de agua y de luz; de descampados entre edificios en construcción, barro y frío. Un Madrid de sonrisas difuminadas a la fuerza por la niebla que sufren los territorios conquistados. Era una ciudad que olía a sudor ácido y a alquitrán, a la fritanga de tristes pajaritos fritos y a criadillas, a la impotencia de unos habitantes adoctrinados a la fuerza. Al vaho de una multitud devorada por la boca del metro que tenía frente al portal de mi casa. Mujeres y hombres que, aún caminando deprisa, arrastraban los pies como si llevaran cadenas. Eran rostros con miedo y hambre, perdedores de una guerra en la que no habían luchado.

Madrid se multiplicaba como un virus, y lo que había sido el borde de la carretera que llevaba a Valencia, se fue transformando en aceras con paradas de autobuses, viviendas de cuatro plantas para familias trabajadoras, y puestos de periódicos con los vendedores voceando: Pueblo… Marca… Ya… según arrastraban la última sílaba. Una muchedumbre subía o bajaba esa pronunciada pendiente recién bautizada como avenida, pero que siempre fue la «carretera» para los antiguos habitantes del barrio. Alguna década antes, la carretera era un ir y venir de camiones cargados de ladrillos o gallinas, o de coches cuyos ocupantes anhelaban ver el mar. Durante mi infancia fueron los autobuses, los seiscientos y aquellos taxis de apariencia fúnebre los que transitaron por ella. Al final de la cuesta aparecía un mojón que indicaba el punto kilométrico cinco y, en el borde, una caseta blanca y amarilla de peones camineros, la primera de muchas en esa vía radial. Fue la última engullida por la urbe al derribarla no hace mucho.

Apenas a unos metros de ahí, dos pequeños cerros, uno a cada lado de la antigua carretera, encajonaban el trazado. Personas sin recursos económicos habían encontrado su hogar horadando cuevas en las entrañas de aquellas elevaciones. Parecía la tubería del desagüe de nuestra sociedad, el detritus y los desechos que a nadie le gusta que estén a la vista y que, tanto entonces como ahora, todos nos afanamos en cerrar en bolsas herméticas. Y eso hizo el Ayuntamiento, sacarlos de aquellos refugios para trasladarlos a donde nuestra conciencia no fuera flagelada y así poder convertir uno de los montículos en parque público.

Salvo el Retiro, al que solo había acudido en un par de ocasiones, yo no conocía otro lugar parecido. Vivir alejado del centro, con un enjambre de edificios por el que casi no circulaba el aire, hacía que me llamara mucho la atención los parterres de césped del nuevo parque. Eran manchas de color entre bancos de madera surcados por caminos de tierra y, en cuyos laterales, los jardineros del consistorio habían plantado cedros, plátanos de sombra y moreras. En la parte más alta, como si fuera el remate de una tarta de muchos pisos, un estanque redondo con surtidor de agua iluminado provocaba que la cima de aquel montículo tuviera la aglomeración de una romería. Pero fue más abajo, pegado a la carretera reconvertida en avenida, donde nuestros ojos de niño apenas pestañearon. ¡Un parque infantil! algo nunca visto antes en el extrarradio madrileño.

Tenía columpios con cadenas deslumbrantes y gruesas como puños. También había balancines de colores, un tobogán para los más pequeños y otro para los mayores, y, lo mejor: un fuerte. Uno igual a los que veíamos en las películas del oeste. Un pequeño fuerte de listones de madera acabados de forma puntiaguda, con cuatro torres más elevadas que la empalizada y con varias escaleras que nos permitían acceder a la parte alta donde divisábamos el exterior y nos agazapábamos para disparar a los sioux. Porque los que estábamos dentro siempre éramos del séptimo de caballería, al igual que los de afuera eran aquellos salvajes que cortaban cabelleras.

Era un fuerte que nos permitía sentirnos el cínico Errol Flynn, el atormentado, pero siempre honesto, Burt Lancaster o, si queríamos atacar a los buenos, convertirnos en apache imitando el rostro anguloso y rebelde de Charles Bronson. Un fuerte plagado de niños deseosos de gastar tanta energía como la que esos pocos años nos hacían acumular. Un lugar de juegos y risas, de la ilusión al sentirnos el cabo Rusty y su mascota Rin Tin Tin.

Un día de aquellos, defendiendo esa fortaleza, vi entre los que nos atacaban a una niña al frente de un grupo de chicos. Llevaba coletas, calcetines y una falda de tablas. Tenía las piernas regordetas, los mofletes como si se los hubiera pintado y voz de locutora de radio. Sus ojos, iguales a dos grandes aceitunas, me atrajeron sin saber por qué. Ese día perdimos. No pude disparar. A ella, no. Solo quería tenerla cerca y que me hiciera su prisionero.

Aquel fuerte, como si fuera otro «El Álamo», duró muy poco siendo rápidamente repuesto por altísimos toboganes y por novedosos juegos de trepa. Pasaron los años y los árboles empezaron a perseguir nubes, volviéndose los guardianes de aquel lugar a la vez que yo dejaba de ir a la zona infantil y me dedicaba a otros juegos menos inocentes, ya sin pantalones cortos y adentrándome en la adolescencia. Mi tiempo transcurría entre duelos en billares y futbolines resueltos con ‘pierde paga’, la incipiente libertad de un instituto de cristales rotos y profesores pluriempleados y aquel parque de mis juegos infantiles mientras daba mis primeros besos en los labios a la niña del fuerte, convertida ya en una adolescente tan ansiosa como yo por sentirse deseada.

Un atardecer los dos esperábamos sentados en un banco a que únicamente las farolas fueran testigos de nuestra pasión cuando el vigilante del parque, un guardia jurado que vestía con casaca de pana marrón, sombrero de ala ancha y silbato con el que alertar de las infracciones, asumiendo una autoridad que no le correspondía, preservando una moral pública que ya agonizaba, me ordenó bajar la mano del hombro de mi amiga. Una pose con la que solo intentaba imitar al resto de parejas que se desplegaban por aquel parque. Por supuesto, no tardé nada en retirar el brazo. Esa y tantas veces como aquel individuo se empeñó en pasar por delante de donde nos encontrábamos. Pero el deseo por besarnos fue más fuerte que el recelo que sentíamos ante cualquir uniforme que indicase autoridad y, aún sabiéndonos súbditos sin derecho alguno, fuimos a la búsqueda de otro banco más retirado en el que, amparados por la oscuridad y un gran seto, pudiéramos volver a explorarnos, aunque siempre mirando por el rabillo del ojo no fuera a aparecer de nuevo el guardia.

 

Todavía con el difuminado sabor de aquellos lejanos besos en mis labios, María me zarandeó y me preguntó qué me pasaba. No pude responder, solo mirarla a los ojos al mismo tiempo que acariciaba su mejilla. El viaje desde aquel banco del parque hasta a la cama sobre la que estábamos había durado treinta años.

A María y a mí la vida nos acababa de regalar el poder culminar por fin nuestros encuentros juveniles. En ese momento, una racha de viento golpeó la hoja de la ventana contra la pared. Sonreí y entonces me di cuenta de que Madrid mostraba su mejor cara sin esconderse, que el viento que nos acariciaba el pelo era el de la libertad. Una libertad que nos había dejado amarnos con la persiana levantada, las cortinas descorridas y la ventana abierta de par en par. Me pareció poco importante saber por qué la ciudad había perdido la alegría ahora que por fin yo la volvía a sentir impregnando mi piel. Me sentí feliz por sabernos supervivientes de un pasado gris y turbio, de una larga travesía en la que siempre tuvimos el rostro cubierto por máscaras sin expresión alguna.

Viendo aquel paisaje urbano, el atardecer me había inyectado recuerdos en blanco y negro de otro lejano y la nostalgia me había calado hasta los huesos. Me alegré por ser una parte más de ese cambio, lo mismo que los árboles, la carretera o el fuerte de Rin-Tin-Tin.

Mirando a los ojos de María respondí rompiendo mi silencio con varios «te acuerdas…» intercalándolo con más besos y risas que arrugaron todavía más las sábanas.

En aquellos instantes, igual que cuando vi a esa niña por primera vez dirigiendo el ataque, volví a desear ser su prisionero. Esta vez, para el resto de mis días.