Arriba, en la tribuna de invitados, el cámara que grababa la sesión mantuvo fijo el enfoque en el orador aunque no mirase por el objetivo. Era su primera retransmisión y llevaba varios minutos buscando en el techo del hemiciclo los agujeros con los balazos de Tejero. Abajo, el ministro de exteriores y la de sanidad se ocupaban de manipular la pantalla de su teléfono movil; el de interior y la de agricultura parecían tomar notas. Solo el ujier del pasillo miraba sin pestañear al diputado, aunque por su cabeza pasara una y otra vez el golazo de Isco en el Madrid-Barsa de ayer. En voz baja, dos compañeras de partido situadas en los escaños más altos comentaban sobre el elevado alquiler del apartamento donde una vivía y de las frecuencias del ave con Valencia. Los espacios vacíos ganaban a aquellos en los que asomaba una cabeza. 

Fue la estenotipista de la blusa blanca quien notó como el ritmo del discurso se ralentizaba. Con treinta y cinco años de profesión era capaz de saber en cualquiera de sus señorías cuando este había trasnochado, si tenía la almorrana en su máximo perigeo o si lo iban a defenestrar. Para ella, pulsar cada una de las veintitrés teclas era como echar las cartas del tarot. Y en aquel instante, una huesuda Calaca con guadaña y capa era lo único que veía.

El espasmo nació en su pecho pero oleadas sucesivas bajaron por el estómago y subieron hasta la traquea. Sin mover un solo músculo de la cara, hizo una pausa y bebió dos tragos largos aprovechando para secarse el sudor frío de la frente. No era su primera legislatura, y el oficio de mitinero lo había desarrollado cuando el auditorio al que hablaba eran contados y fervorosos simpatizantes que siempre lo jaleaban. Por eso no se asustó. Sin que nadie lo notara, al pasarse el pañuelo por los labios, respiró muy hondo en un par de ocasiones. Lo suficiente para que al bajar el agua por la garganta el bombeo de los latidos fuera algo más normal. 

Tras la exposición, llegaba lo que le gustaba denominar como el ‘nudo’ donde debía mostrar una voz encendida, en ocasiones hasta temblorosa, y así preparar el trueno de lo que, a continuación, sería el ‘desenlace’. Los argumentos y los hechos que  denunciaba eran aún más falsos que cualquier reloj de marca vendido por los manteros africanos. Pero no le importaba, si hubiera ganado un minuto de vida por cada mentira pronunciada en su vida política, Matusalen parecería un jovencito a su lado. Pero el mismo cinismo que mostraba las pocas veces que pensaba en ello, le estaba repartiendo malas cartas esa tarde.

Exageró las inflexiones de voz. No tanto para que alguno de sus compañeros se dignara a escucharlo, sino para atrapar a la audiencia en las noticias de la televisión. Levantó a la vez los dos brazos por encima de la cabeza para animar a una imaginaria multitud a indignarse con lo que denunciaba. Inmediatamente después, subió la mano a la altura de los hombros, cerró el puño y, con teatralidad, lo bajó hasta el atril golpeándolo. Era la manera de focalizar toda la atención en él porque llegaba la parte final de aquella alocución, la conclusión en forma de propuesta favorable para los intereses de su grupo.

De nuevo, las revoluciones por minuto de su corazón volvieron a tener la aguja tumbada en el máximo y sin que bajara de ahí. Estaba a punto de acabar y casi ya podía oír los aplausos y los gritos de los suyos cuando las convulsiones fueron evidentes. Como si una presa se hubiera derrumbado, un torrente vertiginoso corrió por sus venas a punto de reventarse. Hizo un último esfuerzo por pronunciar la frase final que sus asesores le habían preparado. No pudo. Su camisa quedó salpicada de vómitos y sangre mientras que  aquel cuerpo se desplomaba sobre los escalones de acceso a la tribuna.

El forense escribió en el certificado ‘angor pectoris’ pero a la funcionaria del cuerpo de taquígrafos, al cámara de la televisión o al propio diputado durante sus instantes finales de vida, no se les escapó que una sobredosis de bilis envenenada con falsedades y traiciones era la auténtica causa del fallecimiento.