( Primera parte)

El día que Carlitos cumplía diez años su padre entró a casa llevando una caja enorme bajo el brazo. El niño, sin oír como el padre le decía que esperara un poco, comenzó a rasgar el papel del envoltorio y, en cuanto vio el dibujo de la locomotora de un tren echando humo, no tuvo ninguna duda  sobre qué habría dentro. En efecto, un tren en miniatura compuesto por locomotora, cuatro vagones y unas vías de aluminio, que padre e hijo, tan nervioso uno como otro, fueron uniendo hasta que por ellas pudo circular aquel ferrocarril de juguete. Aunque los trayectos eran cortos y repetitivos, circulares como si fueran los de una noria,  el juego se convirtió en el favorito de Carlitos. Tanto le entusiasmó que  la pelota o la bici fueron llenándose de telarañas.

Más tarde, por Reyes o cada cumpleaños, llegaron las estaciones con oficina de Correos y bancos de madera, las montañas con la cúspide pintada de blanco, varios jefes de estación levantando una bandera azul, y muchas otras vías junto a dos máquinas más y una docena de vagones intercambiables. Aquella red ferroviaria necesitó de una habitación completa y de un tablero enorme apoyado en varias borriquetas. Cuando ya no cabía ni una figurita más, los padres de Carlos decidieron hacer una fiesta de inauguración. Hincharon globlos, compraron refrescos y la madre de Carlitos hizo muchas tortillas de patata, todo el vecindario iba a pasar  a ver esa maravilla. Hasta vendría un periodista para escribir un reportaje  acompañado por  un fotógrafo. Días más tarde, aquel fotógrafo les envío todas las instantáneas que había hecho. Eran más de medio centenar. Carlitos, con unas chinchetas, las pegó casi todas  por las paredes de su dormitorio.

Carlitos abrió la puerta a Carlos y, como era de esperar, la piel de la barbilla se le volvió rasposa, siendo la hora de sustituir definitivamente los pantalones cortos por unos largos. El juego, al que aún dedicaba horas y horas, le llevó a estudiar lo mismo con lo que jugaba. Carlos ni quería ni se veía haciendo otra cosa en la vida. Por lo que aquellas minúsculas reproducciones fueron cambiadas por trenes reales de hierro y acero cargados de mercancías, maletas y personas de carne y hueso. Sin darse apenas cuenta, pasó de extender por el tablero las pequeñas vías de aluminio y las casas de cartón, a circular en potentes máquinas a trescientos kilómetros por hora entre valles y mesetas.

Lo había conseguido, era uno de los más apreciados maquinistas de la compañía ferroviaria. Todo parecía indicar que su sueño infantil se había cumplido cada vez que llegaba al destino y veía bajar a los pasajeros, pero no era así del todo. Si bien sonreía de oreja a oreja siempre que se encontraba  con el jefe de estación, durante el tiempo que duraba el trayecto apretaba los labios y los torcía con lo que veía. O mejor, con lo que no veía. A las velocidades que circulaba el tren, delante del curvado cristal de la cabina solo transcurrían décimas de segundo y cada árbol, cada poste, cada traviesa o casa era sustituida de inmediato por la siguiente. Eran chispazos que cruzaban por el cerebro de Carlos como latigazos, como destellos que morían nada más nacer. 

Carlos no podía saborear el paisaje que el afilado morro taladraba solo unos metros más adelante.  El romanticismo de viajar y, a la vez, empaparse de montes, prados y cumbres había muerto sacrificado ante la inmediatez de hacer que el trayecto durara cada vez menos. O lo que es lo mismo, que en un abrir y cerrar de ojos cientos de ejecutivos se trasladaran entre las ciudades del país sin apenas tiempo para tomar el desayuno y leer el periódico. Interminables túneles, o viaductos que cruzaban por el cielo, nublaban la vista mucho más que la carbonilla de las antiguas locomotoras de vapor. El sueño infantil que lo llevó a convertirse en maquinista ferroviario para a ser una parte más del paisaje, todavía permanecía atrapado entre aquellas cuatro paredes de la casa familiar.

(Continuará)