Transmite Radio Nacional de España. Son las diez de la noche en el reloj de la Puerta del Sol… Mientras jugaba con otros niños, esa voz nítida y cuartelera me sobresaltó. Más allá de nuestros gritos, del arrullo de las palomas y de las conversaciones de nuestras madres, no era nada habitual que en un parque público, tan céntrico y concurrido como en el que me encontraba, alguien subiera tanto el volumen del transistor. Pero aquella no fue mi única sorpresa, es que estábamos en pleno mediodía cuando aquel sonido hizo que dejara de perseguir a una de las niñas de mi grupo de amigos para investigar de dónde provenía.

Sentado en un banco de piedra, debajo de un inmenso magnolio, estaba un hombre joven de abundante pelo castaño, vestido con pulcritud y en cuya mano derecha, próxima al oído, parecía estar sujeta la radio de marras. 

Diario hablado de Radio Nacional de España. Información nacional: su excelencia, el jefe de Estado ha visitado hoy el recinto de la Casa de Campo donde una representación del Frente de Juventudes… siguió escuchándose pero al aproximarme, noté que pegado a su oreja no había nada, era la voz de ese hombre la que se oía. Sin preocuparse por mi presencia, el falso locutor siguió proclamando con perfecta dicción las noticias. Si ponías atención, muchas eran absurdas o trasnochadas, como dar el «parte» de las diez anticipadamente o anunciar que el rey Alfonso XIII visitaría la ciudad alojándose en su residencia de La Magdalena. En otras, y que hábilmente mezclaba, añadía de su propia cosecha comentarios mordaces o sarcásticos completamente alejados de las informaciones de la radio oficial. Yo entonces no distinguía bien qué era real y qué no, crítica o alabanza, simplemente me fascinaba aquel hombre-radio.

—Fernandito, ¿qué ha hecho hoy el Real Madrid? —le preguntó entre risas un paseante y, aunque la temporada estaba finalizada, al llegar el turno de los deportes, informó del triunfo por cuatro a tres del equipo español frente al Stade Reims, ganando la Copa de Europa. La noticia era real, solo que ocurrida doce años antes, yo ni había nacido.

Así fue como conocí a Fernandito. Su voz era suave pero igual que un profesional sabía enfatizarla o hacerla vibrante cuando era preciso. De porte estático, pareciéndose a las estatuas el inmenso arco de piedra que estaba frente a los jardines, siempre llevaba, tanto fuera verano o invierno, un traje de pana y unos zapatos de piel muy desgastados, como si fueran heredados, lo que le aportaba una cierta sensación de abandono que provocaba compasión. Solo cuando llovía, algo frecuente allí, se cubría con boina, pero si la lluvia era fuerte, desplegaba el paraguas negro con mango de nácar que con elegancia llevaba colgado del antebrazo al andar. Era un personaje tratado con afecto y comprensión por casi todos, aunque apenas cruzara palabra alguna más allá de sus emisiones. Unos contaban que pertenecía a una familia rica y por eso lo dejaban estar en la calle; otros, que ningún sanatorio quería a pacientes así.

Pasar cada año las vacaciones veraniegas en aquella ciudad a cargo de unos parientes, me permitió disfrutar de esos relatos radiofónicos, también llegar a considerarme su amigo. Conmigo siempre tuvo una especial relación, quizá porque no estaba acostumbrado a que los niños se fijaran en él, pero sin duda, cimentada por lo ocurrido poco después de haberlo conocido.

Una de las noticias que radió varias veces en aquellos días, fue la inminente inauguración de la Semana Naval, algo que ya traía de cabeza a toda la población. Cortes de calles, militares de toda graduación en cada esquina, grandes zonas reservadas desde hacía días para las autoridades y fuerte presencia policial eran algunas de las incomodidades que se nos venían encima. Se esperaba a la flota con el Canarias y el Juan Sebastián Elcano, a los ministros junto al príncipe, a su excelencia el jefe de Estado y señora —Fernandito, al comentarlo, se le escapaba cierta vehemencia cómica— y un sinfín de actos civiles o militares a los que la población debía sumarse para dar color. 

Yo me lo perdería porque mis familiares, de ideas muy opuestas a las del Régimen, habían decidido que pasásemos esos días en una recóndita aldea al abrigo de tanta multitud. Más tarde supe que esa sería una forma de evitar las consabidas redadas.

Transcurrida la marea de celebraciones, vítores y proclamas, la población sufría todavía la resaca de tan magno acontecimiento. No obstante, y en cuanto regresamos, acudí al parque donde pululaba Fernandito porque con curiosidad infantil, quería escuchar cómo narraría la crónica de esas jornadas. Sin embargo, no estaba allí. Así un día tras otro, lo que me llevó, cosas de la edad, a casi olvidarme del personaje.

Mi veraneo se terminaba y yo me despedía de mis amigos cuando lo vi sentado en el mismo banco. Menos erguido y en un tono más bajo, casi imperceptible, volvía a contar alguna noticia que, dado donde me encontraba, no podía escuchar con claridad. Me acercaba por detrás de él, cuando me llamó la atención su cuero cabelludo, muy rapado y con rastros de sangre cubiertos con esparadrapo, así como también su nuca, donde destacaba una extensa marca en la piel entre violácea y amarillenta. Solo hasta estar a un par de pasos no distinguí la noticia que daba en un susurro: El viejo dictador, junto a las fuerzas represoras militares y fascistas, han encarcelado y torturado a uno de nuestros locutores. Desde Radio España Independiente, estación Pirenaica, exigimos su pronta liberación así como el derrocamiento de tan cruel Régimen.

Casi una década más tarde, en una tarde lluviosa y gris de julio, a Fernandito todavía le dolía aquella paliza, teniendo entre sus peores pesadillas el mes y medio que estuvo en calabozos y cuartelillos policiales. Sin embargo, bajo el paraguas que ese día yo le sujetaba, su voz narraba con orgullo y entre sonrisas la crónica de la primera sesión del parlamento democrático ocurrida el día anterior


( incluido en el libro de relatos: Hojas Incendiarias.)