Señor Juez, me llamo Leonardo Cienfuegos Pérez, tengo treinta y cinco años, y trabajo como traductor de alemán para varias revistas. Estoy soltero. Sufro ‘glosofobia’ y ‘enoclofobia’ desde niño… ¿Que no sabe lo qué es? El miedo irracional a hablar en público y a estar con personas alrededor. Sería más atinado decirle que es tener cosidos los labios cuando estás rodeado de gente, pero también que el humo llena tu cabeza y todo tu cuerpo siente que lo centrifugan. Eso es, sí. 

Créame, mis desmayos son reales, sin que ningún médico haya encontrado una solución. Fui estudiado a fondo tras la primera crisis, tenía doce años. Fue en el colegio, en la función de navidad. El Padre Emilio, que año tras año coordinaba las actuaciones de cada curso, se había empeñado en que yo fuera el maestro de ceremonias. No me enfurruñé cuando me lo dijo, vestirme con las babuchas y el chaleco de Aladino, como harían los de mi clase, era peor. Al menos, llevaría un esmoquin. Los ensayos no fueron mal del todo. Podía pararlos en mitad de la presentación para desocupar mis tripas. Tal vez, el anticipo de la tormenta que vino después. Comenzó nada más salir al escenario y al entrar por mis ojos el mar de padres, abuelas y hermanos mayores que estaban delante y dos metros por debajo de mí. Siguió cuando el foco más grande trazó un círculo sobre mis pies y el micrófono silbó. Entonces, me vi subido en una de esas sillas voladoras de la feria. No tardé en abrazarme a la madera del suelo para entrar en un sueño del que no me despertó ni  la botella de agua que me tiró sobre el rostro el Padre Emilio. Lo siguiente que recuerdo es la luz fría del hospital y el bip-bip del monitor al que me conectaron.

Pero no crea que solo me ocurrió esa vez, no. Me hice famoso entre los enfermeros del SAMUR porque también mi cerebro se desenchufó cuándo quise tomar la palabra en una asamblea de la universidad, en la junta de vecinos de mi edificio o en una multiconferencia entre traductores de diversas partes del mundo. Me fui aislando, evitando el contacto con las personas y montando mi propia oficina en el dormitorio. 

Así hasta hoy, bueno hasta esta mañana en la que tuve que tomar el AVE a Barcelona. Al cliente no le bastaba con recibir la traducción del libro de filosofía por ‘mail’, el ‘community manager’ de la editorial quería comer conmigo y que le ‘contara’ el libro. Le advertí que únicamente consentiría si éramos él y yo solos. Si aparecía alguien más, me volvería de inmediato. Accedió y yo, aún con dudas, imprimí el billete que él me había mandado. 

Armado de mi reproductor de música y del escudo de los auriculares, entré en la estación de Atocha. Nada más subir al tren noté el primer escalofrío. Mi asiento era individual con mesita delante, pero iría de espaldas al sentido de la marcha y, lo que era más preocupante aún, enfrente tendría todos los ojos del resto de viajeros. Vamos, señor juez, lo mas parecido a un escenario con todo su patio de butacas. Intenté no pensarlo más y saqué de mi mochila la última novela de Eduardo Mendoza. Sus hojas serían el muro tras el que me podría esconder. No fue así.

Ninguna persona más ocupaba los dos asientos que tenía al otro lado del pasillo. No ocurría lo mismo con quien tenía en frente ni con el resto del vagón, iba lleno. Todos parecían turnarse y siempre que levantaba la vista, encontraba a alguien mirándome. El que más, mi vecino al otro lado de la mesa. La mala suerte se había cebado conmigo.  Vestía con corbata y había colgado la chaqueta de alpaca en el gancho de la ventanilla, pero su grasa abdominal empujaba la mitad del tablero que nos separaba. No paraba de hablar por su teléfono movil y, cuando lo hacía, me tomaba por su interlocutor invitándome con gestos a responderle. Cada vez me fui hundiendo más en mi asiento. Con el libro de Mendoza apenas lograba taparme la cara. No atinaba a leerlo, todo me empezaba a dar vueltas. Me tuve que quitar  el jersey porque las gotas de sudor parecían riachuelos por mi rostro. 

Paramos en una estación, creo que en Zaragoza. Me había  prometido no salir de mi refugio bajo ninguna circunstancia y no sacar la cabeza afuera del libro a pesar de las oleadas de arcadas que me llegaban hasta la garganta. Sin embargo, en cuanto reemprendimos la marcha, mis esfuerzos fueron inútiles. ¿Sabe aquello de ‘como un elefante en una cacharrería‘? Igual hizo mi vecino de mesa. Se levantó y sin dejar de sujetar con una mano el movil por el que hablaba, de un manotazo tiró mi libro al suelo junto a la taza de café que él acababa de tomar. No se disculpó y caminó hacia el principio del vagón. Pensé que iría al aseo. 

No volví a preocuparme porque enseguida desaparecieron las náuseas y los mareos. Al menos hasta que distinguí el humo… ¿Qué si no vi llamas? No lo recuerdo, cerré los ojos y creo que me dormí… No, por supuesto que no me levanté tras él. Si el revisor se lo ha dicho, se confunde de persona. Me despertó el jaleo y sentí que el tren estaba parado. Entonces, vi a los bomberos sacándole chamuscado del baño. Pobre hombre, todo quemado. Seguro que era fumador, si es que no aguantan ni dos horas… ¿La cajetilla y el mechero? ¿Y yo cómo iba a saber lo que llevaba en la chaqueta?… ¡Por supuesto que me lo han recetado! ¡Por supuesto que lo llevaba en mi mochila, ya sabe que la policía me ha registrado!… No, no puedo explicar lo de los restos en su café ¿Tranquilizante? ¡Claro que tomo ‘Trankimacin’! ¿Y qué? ¿Pero están seguros? ¡Es imposible, será otro fármaco!… Señor juez, creo que me voy a desmayar de un momento a otro. Ya le he advertido acerca de mis miedos. Yo solo soy un pobre enfermo, un ser incapaz de hacer daño a nadie, no como el ejecutivo ese, gente sin escrúpulos que viven solo preocupados por el dinero, por avasallar a todo aquel que esté enfrente… ¡Qué yo era quien ese hombre tenía frente a él! ¿Qué me está insinuando?… Deprisa, llamen a un médico, llevo mucho rato hablando y, además de su señoría, hay muchas personas en esta sala. Todas me miran…

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