Es de noche, pero eso no ha impedido a Santi ver a través de los ventanales del comedor del barco el espectáculo de un mar encrespado. Sujetándose a todo lo que puede, no ha resistido la tentación de salir al exterior. En cuanto lo hace, observa a un hombre caminando entre los botes salvavidas en el extremo de la cubierta. «Otro enamorado de las tormentas», piensa mientras que sus pasos le llevan hasta aquella persona. 

—Buenas noches, un cuadro único, ¿verdad? —le dice y, nada más abrir la boca, se arrepiente porque aquel Ferry salió hace unas horas de Bilbao con destino el  sur de Inglaterra y quizá no hable español. 

—Buenas noches… sin duda, lo es —tarda en contestarle Rafael a la vez que se agarra con una mano a la barandilla.

Al hacerlo, le ha mirado de arriba a abajo. Como si buscara en las ropas de Santi algo que lo identificara. Se tranquiliza al pensar que será otro pasajero y al repetirse que nadie le ha podido ver tirando por la borda a su mujer.

Santi, dando pequeños pasos, consigue asomarse al lado de Rafael a ver el mar. Se tiene que agarrar muy fuerte pues el cabeceo del barco va a más.

—Aunque ya llevábamos un rato de vaivén, estando en el comedor vi la espuma salpicando aquí y allá y no me pude resistir. Desde pequeño adoro las tormentas —grita Santi por encima del viento con la mirada fija en la galopada de las olas que, casi en cualquier dirección, surcan el mar.

—Nunca se acostumbra uno al ruido de los truenos. 

Rafael vuelve a dudar aunque intente mantener un tono neutro. Necesita asegurarse de que ese hombre no es un miembro de la tripulación o un policía de paisano, por lo que camina  tres pasos de espaldas, como si lo empujara de repente una racha de aquel vendaval, para terminar por rodear  a Santi a la búsqueda de  algo que lo delate. 

—Son hermosas… —responde Santi, pero al volverse descubre que su interlocutor se ha movido—¡Agárrese fuerte! Este de ahí afuera —estira el brazo y señala al océano—está deseando engullir todo lo que caiga a él.

Rafael no abre la boca. Empieza a sudar y a sentir las piernas igual que si fueran cuerdas de guitarra que alguien rasgara. Sus manos se cierran como tenazas sobre la barandilla para permanecer erguido. 

A pesar de estar moteada por una especie de luciérnagas blancas, la tempestad, en una noche sin luna ni estrellas, no deja distinguir nada más allá del casco. «Aunque Elena no se hundiera, sería imposible distinguirla» piensa Rafael y llena de aire los pulmones para recuperar, poco a poco, el control sobre  tobillos y muslos. 

Las palabras se le acumulan en la boca a Santi. Bien sea porque necesita saber que su voz se impone al silbido del ventarrón, o porque la botella de vino en la cena más los gin-tonics de la tarde le han soltado la lengua. 

—Es un alivio saber que no tendremos que sufrir el temporal aquí afuera toda la noche. No quiero ni pensar lo que tuvo que ser navegar hace cientos de años. Nuestro camarote, o el puente de mando del Capitán mejor, es el lugar perfecto donde estar sin empaparse.

Nada más pronunciar ‘camarote’ le acude al cerebro el recuerdo del suyo, unas horas antes, con las sábanas de la cama revueltas. También, las de la espalda y las nalgas al aire de Elena, la mujer que ha conocido en el gimnasio esa misma mañana. Miles de pinchazos le recorren la espina dorsal cuando no puede evitar sonreír y, de paso, sentir una erección. 

—Desde luego  —responde Rafael sin ganas. Aquel intruso le parece un pesado cuando él solo pretende pasar desapercibido para seguir con su plan. Si alguien le recuerda andando por cubierta, será muy difícil. 

—¿Le apetece un cigarrillo? —le dice Santi agitando entre su mano una cajetilla de Camel.

—No fumo —le miente Rafael. 

No tendrá muchas más posibilidades de camuflarse, piensa, aunque se muera de ganas por sentir el humo bajando por la traquea. 

Los golpes secos de la proa contra las olas rellenan el silencio que se ha formado entre los dos. Santi ha cerrado los ojos por un momento y la figura de Elena ha vuelto a aparecer. Nunca le había pasado, conocer a alguien por la mañana y, cuatro horas después, compartir lecho. Más allá de erizárseles la piel durante esa tarde, ella le ha rozado alguna fibra interior como pocas mujeres consiguieron antes. Le dijo que no viajaba sola pero, al despedirse, le prometió que volvería a medianoche una vez solucionado un ‘pequeño problema’. 

Al abrir los ojos, Santi presiente que los de su acompañante le miran. Se vuelve para cerciorarse, pero Rafael lleva de inmediato una mano a la cara como si tuviera una mota de polvo en los párpados para, a continuación, toser de manera forzada en un par de ocasiones. 

—No es nada, no se preocupe, es este viento que parece un cuchillo —dice Rafael desplazando de nuevo la mirada hacia la oscuridad y pensando que debería estar en el camarote. No salir de él. Esa era su coartada para declarar que Elena pasó toda la noche a su lado. Solo denunciará la desaparición cuando lleguen a Portsmouth. Pero aquel individuo no hace intención de moverse y quizá solo le quede un camino para no dejar ningún cabo suelto.

—¿Viaja usted solo? — le pregunta de sopetón a Santi.

—Sí, completamente solo. Mi furgoneta va en la bodega cargada de jamón ibérico envasado y en lonchas. ¡Ni se imagina cuánto se vende en Inglaterra!

Santi sigue dando explicaciones sobre los lugares y los restaurantes a los que lo llevará. 

Mientras tanto, Rafael mete su mano en el bolsillo y nota todavía húmedo el pañuelo que ha usado con Elena para dejarla sin sentido. Piensa que solo le queda esperar una buena ráfaga, irse para atrás y, por la espalda, ponérselo sobre la nariz y la boca. Luego, arrojarlo al mar como ha hecho con ella, le será igual de fácil. La galerna será su mejor cómplice.

                                                          ***