En cuanto llegaban los días de sol e íbamos a la playa, el juego favorito de Mariana y el mío era desafiarnos a ver quien corría más deprisa y pisoteaba antes el agua. A mí me gustaba hacerlo cuando había bajamar. Pero tanto si estaba alta o baja la marea, mi amiga me alcanzaba siempre en los últimos metros mientras que soltaba carcajadas al rebasarme. 

El último verano fue muy diferente. Primero pasó lo de la estrella. Entonces, Mariana me pidió que cambiáramos de juego. Le propuse jugar a la pelota con las palas de madera maciza. No con las de plástico, unas para niños que mi padre me había traído de la capital, sino con las mismas que jugaban los mayores. Mariana aceptó y le pedí las suyas a Jorge, mi hermano; aquel verano él prefería coger olas con su tabla. 

Pero aquel juego no era nada divertido. Mariana no conseguía agarrar la raqueta por la empuñadura más de un golpe seguido. Nada más hacerlo, la pala salía despedida a rebozarse en la arena. «Pesa mucho y mi muñeca se dobla», me decía aunque se la lanzase cerca del costado para que solo necesitara alargar un poco el brazo. Lo intentábamos a todas las horas porque queríamos que mi madre y su tía dejaran de preguntarnos por nuestros motivos para no correr como antes. Mentíamos a todos diciendo que ya no nos interesaba, que las palas era lo mejor. La verdad era que no nos atrevíamos a poner un pie en el mar, nos daba mucho miedo. Habíamos visto caer una estrella muy cerca de la orilla, aunque Mariana decía que había sido un ovni. 

Ocurrió un día al atardecer. Fue tras las brazadas que dábamos siempre después de nuestra carrera. Una vez que salimos del agua, nos sentamos para mirar hacía el cielo y abrigados por nuestras toallas de Spiderman. Ver salir a las estrellas, nos encantaba. Pronto todo fue una mancha oscura ya que unas nubes negras lo taparon todo. Mariana había comprado una bolsita de patatas fritas de la que los dos comíamos en silencio hasta que apareció esa estrella en lo más alto.

—¿Has visto eso? —le pregunté alargando el brazo  y señalando aquella mota brillante con el dedo índice—¿No estaba nublado? —añadí excitado y casi sin darle tiempo a levantar la cabeza.

La estrella, o lo que fuera, empezó a caer a plomo y enmudecimos.

—No es una estrella, es una nave extraterrestre —dijo Mariana cuando iba a chocar contra el agua. 

No dudó ni movió un solo músculo. Tenía los ojos imantados en aquello. 

La espuma parecía chisporrotear y sentí como el viento nos escupía motas de arena por el rostro. Mi amiga se quitó la toalla y se puso en pie. 

—¡Quieto, espérame aquí y no te muevas!

Nada mas decirlo, Mariana echó a correr hacia la orilla. La marea se había retirado varias decenas de metros y, sobre la arena más prensada, la vi saltar como una gacela. Enseguida dejé de distinguirla, solo el blanco de las olas sobresalía en la oscuridad que ya lo envolvía todo.

Tardaba y me levanté. A punto estaba  de ir a avisar a mi madre cuando Mariana regresó. Venía andando. Al llegar a mi altura, sus dientes no paraban de sacudirse unos contra otros. Se abrazaba con los propios brazos y, al ir a cubrirla con la toalla, me fijé en su piel de gallina.

—La han dejado en el fondo. Esa nave debe soltar hielo porque el agua está congelada. Y seguro que también han dejado algún veneno, estoy mareada. No digas nada, nadie nos creería, pero ni se te ocurra bañarte más. Al menos, sálvate tú, así podrás luchar contra ellos.

Rodeé su pecho con mi ‘spiderman’. Yo no tenía frío pero ella tiritaba todo el rato. Probé a darle palmadas en los hombros y en los brazos. No paraba de moverse. Me llevó la mano hasta su frente, ardía.

A la mañana siguiente, llovió. A la otra, también. El otoño había puesto el pie en la puerta e intentaba colarse dentro. Mariana pasó esos días en la cama y me pidió que le llevara libros de ovnis. Por cada uno que le acerqué, debajo de mi brazo había otro de estrellas. Yo no encontré nada sobre alguna que se precipitara al mar. Mariana sí halló numerosos casos de alienígenas que entraban y salían de civilizaciones ocultas bajo las aguas.

Mi madre ya me había advertido que serían nuestras dos últimas semanas. El sol y nosotros habíamos regresado a la playa pero la notábamos sin pulso porque la arena seguía húmeda y solo se veían unas pocas sombrillas desplegadas. Eramos la única novedad en ese paisaje, dos aprendices de adolescentes que se esforzaban en golpear a una pelota debajo del farallón.

El miedo se me iba pasando y le propuse a Mariana que volviéramos a las carreras y a bañarnos.

—Se han debido marchar cuando llovió. Mi hermano no sale del agua y no le pasa nada.

Accedió a regañadientes.

—Pero solo una, ¿vale?

La hicimos y, esta vez, llegué el primero. Parecía que sus piernas tuvieran plomo, gané por mucha distancia. Ella solo se mojó las rodillas y no nadó. 

Al día siguiente, Mariana no apareció en la playa. Fui hasta su casa y la tía me dijo que estaba en la cama. Al preguntarle si podía verla, me dijo: «mejor, no». Antes de cerrar la puerta, vi a su tía llevarse la mano hasta los ojos. Brillaban como si fuera a llorar.

Se lo conté a mamá, solo la visita a la casa de Mariana, lo que vimos caer al mar era un secreto. Como siempre hacía al contarle alguno de mis problemas, me sonrió y me removió el flequillo, aunque, esta vez, a continuación me puso las manos sobre los hombros para decirme:

—Mariana es fuerte, lo superará. Han encontrado un donante y ahora la van a operar. No te preocupes. Si quieres, en los días que quedan, jugaremos tú y yo a las palas.

Y nada más decirlo, me besó.

Ese atardecer fui a la playa. Estaba solitaria. Nada más hundirse un sol que parecía a punto de estallar, volví a ver aquella cosa. Salió del agua, y como si fuera un rayo, desapareció tras una nube. Esta vez no tuve ninguna duda, era un ovni. Mariana llevaba razón. Tardé en dormirme, me moría de ganas de contárselo. 

Pasé una semana más sin tener noticias de mi amiga.

—Mamá, ¿cuándo se podrá visitar a Mariana?, se aburrirá en el hospital —le dije a mi madre  poniendo la primera excusa que se me ocurrió mientras desayunábamos el último día de las vacaciones.

—Hijo mío, Andrea se ha marchado para siempre. Ahora es una de esas estrellas a las que tanto os gustaba mirar juntos.

Se levantó y me abrazó desde atrás. También cogió una servilleta de papel para secarme las lágrimas. Para mis adentros, prometí no bañarme en el mar nunca más. No lo cumplí pero jamás olvidé a Mariana.