Pegando su nariz al cristal, puntual, cada mediodía acudía a contemplar lo que había al otro lado en el escaparate. Ocupaba el extremo más alejado del centro, el más bajo, pero verlo tan cerca de los Mendoza, los Reverte, los Murakami, los  Aramburu o los Auster era suficiente para que su pecho se encendiera y la sonrisa se le viera desde la acera de enfrente.

Durante esos instantes, ni respiraba ni pestañeaba mientras que sus ojos se humedecían al ver a su David rodeado de Goliats. Le parecía un foco que, desafiante, deslumbraría a quien en él se fijase.

Sin embargo, todo fue distinto la mañana de un miércoles de octubre en la que solo una capa de polvo cubría ese lugar de la estantería. ¿Cómo debía interpretarlo? 

Nervioso, se alejó unas cuantas veces de aquella cristalera regresando de inmediato en las mismas ocasiones. Respiraba hondo, razonaba que lo mejor sería entrar en la librería y preguntar a la joven dependienta por el motivo de tal ausencia. Pero la timidez y el miedo lo derrotaban en cada ocasión. Hasta que la chica, escamada al verlo hacer tantos intentos por entrar, abrió la puerta y le preguntó si buscaba algo.

Tartamudeando, a duras penas fue capaz de hacerse entender aunque no le sirviera de mucho. Ella nada sabía ya que, desde la apertura a las diez de la mañana, ni había retirado nada del escaparate ni aquellos dos despistados profesores, únicos clientes hasta el momento, lo habían adquirido. Tal vez, el compañero del turno de tarde podría darle otros detalles.

Las manecillas del reloj parecían ir hacía atrás las muchas veces que lo miró. Quince minutos antes de que se subiera el cierre metálico, ya estaba frente a la puerta. El vendedor, al verlo como si fuera una estatua, le invitó a entrar y, tras escuchar el relato de lo ocurrido con su compañera, sí le dio todo tipo de explicaciones al recordar a la clienta habitual que se lo había llevado. Una señora mayor aunque no una anciana, cuyo porte  era tan invariable como elegante: muy delgada, tampoco alta, vestía siempre con chaqueta y falda, llevaba gafas de pasta y tenía el pelo castaño recogido. Cada martes llegaba media hora antes de cerrar para rebuscar entre las novedades. La última con la que había salido bajo el brazo fue, precisamente, esa por la que él preguntaba.

¡ Una semana, solo seis días le quedaban para saber quién era! 

Miraba el calendario a cada momento, con cada día y su correspondiente noche pareciendo ser de plomo y no avanzar. Algo muy distinto ocurría con sus sudores, tics e insomnio. En otras palabras, la olla hirviendo que tenía alojada dentro del cuerpo, bullía a borbotones y su espuma no dejaba de crecer cada segundo. 

Ni el preparar frases de agradecimiento, o saludos ingeniosos, ni el romper borradores, le calmaba. Su comportamiento era atropellado, descontrolado y, en parte, irracional. Vivía como si estuviera dentro de un sueño que tan pronto se convertía en pesadilla como en el más feliz que nunca hubiera tenido. 

Durante la tarde del martes siguiente dudó hasta última hora entre la camisa azul de rayas o el polo blanco, entre la chaqueta y el pantalón gris o el chino beige. Al final, el traje y el suéter ganaron pero porque apenas le quedaba tiempo para otro cambio. No abusó del agua de colonia pero un segundo afeitado, tras el matinal, le dio vida a los pómulos. Debía causar buena impresión. Tenía que mostrarse tan especial y exclusivo como ella lo era para él. 

La primera persona, la única, que había comprado el libro que él había escrito.