Otra vez están las cucarachas rodeándome. ¡Las muy cabronas nunca descansan! ¡Ni en la cama me dejan en paz! Además, aunque la estufa de butano (Sabina dixit) se ocultó hace horas, esta noche la habitación es un horno y churretes de sudor riegan mi cuello y espalda. Las sábanas han acabado arrugadas a mis pies y el colchón no tiene muelles sino púas. Al moverme una y otra vez me raspa como lija. También por dentro es lija el reguero de sangre que dejó su cabeza  reventada contra el asfalto.
Mientras que parezco un gusano reptando por arenas movedizas, ellas, esos odiosos insectos negros que crujen al pisarlos, dan vueltas y vueltas de un extremo a otro de mi lecho.

¡Me tengo que levantar! ¡No consigo estar quieto! Poco falta para que mi cuerpo, como una olla a presión sin válvula de escape, estalle. Estaría gracioso que cuando la pobre Abagail entrara por la mañana a limpiar, viera mi hígado estampado contra la pared. Tanta grasa tiene que quedaría incrustado y no se movería ni un milímetro; igual que el jabugo al voltear el plato. 

Siguiendo las aspas del ventilador del techo intento hipnotizarme. No quiero ir hasta el pequeño balcón del dormitorio. No quiero ver el armario. ¡No quiero pensar, no! Dentro todavía están sus vestidos, sus zapatos, sus bolsos. Si ella supo qué se siente al volar desde el balcón a la acera ¿por qué no yo? ¿disfruto viendo sangrar mi herida? ¿me habré vuelto adicto al escozor por no haberla sabido cicatrizar?
No quiero ver la botella de JB vacía ni el vaso tirado en el suelo unos metros más allá. Un cigarro es lo que necesito. Abro y vuelvo a aplastar el paquete. No queda ninguno. Debo parecer una alimaña cuando escarbo entre la ceniza del cenicero a la caza de alguna colilla.

¡Ay! me quemé al encenderla y el dolor del dedo sube por la mano como si fuera una culebra. Miraré en el cajón; en el cajón de la mesilla habrá pomada, pero solo veo el ‘orfidal’ sin abrir. El haz de luz gris que se filtra por los visillos  alumbra la caja como si fuera un actor sobre el escenario. Suspiro. Dudo. Nunca me gustó tener mis pensamientos entre la niebla dulce que te invade al tomarlas. A veces, es lo único que te salva.
De repente, siento ganas de coger las pastillas y tirarlas por el balcón, aunque no son ellas quienes quieren tirarse de cabeza al vacío de la madrugada. Soy yo el que desearía tener los cojones para hacerlo, o… tal vez, sean estas cucarachas las que logren empujarme a saltar para despedazarme contra el suelo.

¡Me ahogo y quiero aire fresco! El balcón me succiona. Una zancada, unos pasos,  un salto…
¿Qué me retiene y no me deja avanzar?
Cuando lo voy a golpear con mis puños, me sujeta por los brazos hasta que oigo el ‘ crack’ que hace la cortina al rasgarse cayendo la barra al suelo. Ha debido escucharse hasta en la calle. Parece que me estuviera despellejando a tiras la piel y solo es esta puta cortina. Si algún vecino me viera rasgando la tela hasta que consigo quitármela de encima y salir como si fuera una crisálida, seguro que pensaría estar dentro de una pesadilla.

Por fin, consigo salir. Enseguida compruebo que sirve de poco dejar la cabeza levantada hacia el cielo para sentirse acariciado por un oxígeno menos contaminado que el del dormitorio. Aprieto las manos sobre la barandilla hasta que casi sangran. Quiero que ese dolor anule al de la quemadura. ¿Y también alguno más? Me veo viajando de un dolor a otro como si fuera por una línea de metro sin estaciones. Comprendo entonces por qué podría meter toda mi vida en una bolsa de basura y nadie se sorprendería. Abel, el portero, la sacaría a la calle y, aun con una mano tapándose la nariz, sería felicitado por el resto de vecinos: «Muy bien, Abel, lo podrido cuanto más lejos, mejor».
La vida, incluso la mía, no tiene marcha atrás. Por eso, nunca consigo deshacer nada de lo que hago ¿hay alguien que lo consiga? Si existen, deben ser muy afortunados.  Me carcajeo al imaginarlos felices y realizados, orgullosos de vivir, pero, a continuación, pienso si no habré despertado con mi risa a las palomas del tejado. De momento no las veo volar.

Me asomo al abismo de la calle. Todo se ve en miniatura. Sopla algo de aire. Una  chica y un chico miraban hacia el balcón. ¿Me oyeron? No lo sé. Los veo alejarse caminando abrazados de un lado a otro de la acera. ¿Irán borrachos?  Los saludo con la mano y me fuerzo  a volver a reír haciéndome daño en la garganta. La pareja dobla la esquina sin reparar en mi excentricidad.
¡Qué magnífico puesto de vigía a cielo descubierto!  Un mar de asfalto. Minúsculos seres navegando por la avenida dentro del ir y venir de contadas luces blancas y rojas.

No quiero girarme y mirar de nuevo dentro. Ahí no están mis respuestas y sí diseminadas y hechas una bola arrugada cada una de mis preguntas. 

Ya no sudo, las rachas de viento han ido en aumento convirtiéndose en nuevas bofetadas sobre mi rostro. Mido la distancia hasta la calle. ¿Treinta, cuarenta metros? ¿Cuántos son suficientes para que los sesos se esparzan por la acera? Así evitaría que  Abigail tuviera que limpiar las paredes salpicadas con mis vísceras. El ayuntamiento es muy eficiente, no dejarán rastros que molesten a la gente que pasea. Borrarán la sangre con un chorro a presión. Solo algún vecino murmurará un tiempo. Si acaso, quedará la silueta de mi cuerpo dibujada con tiza en la acera ¿o esto solo pasa en las películas? 

Aunque deberían haberse quedado en el colchón, las hijas de puta de las cucarachas son unos soldados muy eficaces. No me dejan en paz. Ella tuvo la valentía de hacerlo. ¿Y yo? Solo hay que dar un paso. Hacia adelante, y en unos segundos se habrá acabado el dolor. O hacía atrás, y seguir peleando contra las cucarachas. Eso sí, tras haber encendido otra colilla y lamer el vaso para apurar alguna gota reseca de whisky.
Me hipnotizan los rombos de los azulejos de la acera. Veo el reguero de sangre que correría por ellos. Es la mía. Yo creo que quedaría tendido boca abajo, pero con una mueca visible como si sonriera por poder descansar al fin.
No lo quiero ver y aprieto los ojos. El dolor al agarrar la barandilla no lo siento ¿me habré soltado ya?

Abro la boca, de la que no sale aire ya que solo entra. He estado a punto de romper el silencio nocturno gritando un ‘noooo’ en un intento ( otro más) por regresar del lejano lugar en el que mis pensamientos están. Sintiéndolo mucho, me temo que despertaría a los vecinos o a las palomas y he taponado a tiempo el chillido. En realidad, no comprendo por qué no he dejado que el dolor sangre a borbotones. Debe ser por la misma razón qué mis manos se niegan a soltarse cuando mi cabeza busca con desesperación seguir el vuelo de lo único bueno que tuve a mi lado. ¿Por qué esas manos, ahora cobardes, no dudaron a la hora de empujarla al vacío? 

No parece difícil sincerarse con uno mismo, aunque nunca antes lo haya hecho. Si dejo de engañarme, de manipularme y justificarme, estoy convencido de que las cucarachas no volverán a aparecer.
Solo se trata de un paso atrás o adelante. Un paso definitivo para ser, por fin, un libro abierto.

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Photo by kitzé