Estaba agotado. No había escuchado el despertador y llegué tarde a la oficina. Desde entonces, parecía que hubiera estado montado en una montaña rusa pero siendo yo quien empujaba los vagones para arriba o corría tras ellos cuesta abajo. El sofá fue el regazo al que me entregué nada más llegar a mi casa y, como era habitual en días así, mis párpados se volvieron de plomo en un instante.

La claridad que se colaba por la ventana me recordó que hoy era la super luna llena del siglo, todos los periódicos lo habían publicado. Se vería más grande que nunca. 

Salí a la terraza y quedé perplejo al ver reinar a aquel ruedo encendido sobre la paletada de estrellas que apenas hoy se distinguía, solo las más brillantes tiritaban como pequeñas motas de polvo. La luz azulada permitía adivinar las cimas de las montañas que tenía a mi costado, además de distinguir con claridad el chisporroteo en la espuma de cada ola cuando morían en la playa cercana. En aquel momento, nuestro satélite me llevó a evocar las novelas de licántropos que tanto me gustaban y las farolas del paseo marítimo me parecieron una sucesión de puntos suspensivos puestos ahí por Stephen King al escribir el ciclo del hombre lobo.

Al igual que miles de personas durante esas horas, hundí mis ojos en aquel mundo de infinitos cráteres observando como aumentaba de tamaño más y más hasta parecer un albero ensangrentado, un corazón que palpitara. Quizá se debiera a un efecto combinado por la baja temperatura y el sol alumbrándola, pero jamás la había visto así. Sin ninguna duda, siniestra y amenazadora. Un sentimiento ancestral, de cuando nuestra especie se resguardaba en las cuevas, me dijo que huyese. Sin embargo, no me di por vencido y permanecí agarrado a la barandilla luchando contra aquel pensamiento irracional. 

Al poco rato descubrí otra curiosidad. Cuando la miras sin pestañear, es imposible darte cuenta de su desplazamiento. Esa noche no ocurría lo mismo. A simple vista la veías moverse por el cielo. Por momentos, cada vez lo fue haciendo más deprisa. Errática, comenzó a zigzaguear… Fui incapaz de soltar las manos de la barra. Mis piernas parecían dos flanes y me faltaba el aire como si estuviera en el fondo del océano. Por un lado, hubiera corrido a meterme en la cama bajo la protección de las sábanas, pero por otro, aquel espectáculo me tenía hechizado. 

Al ocultarse tras la cima más alta de aquellas cumbres, durante unos instantes dejé de estar hipnotizado. Aunque el resplandor era todavía inquietante, el verme envuelto en una oscuridad más parecida a la de cada noche consiguió que mis latidos dejaran de ser una locomotora desbocada. Poco me iba a durar la calma.

Por donde solo un minuto antes había desaparecido, unas pinceladas de lo que me parecieron fuegos artificiales rasgaron la atmósfera. Los estallidos ascendían aquí o allá hasta mucha altitud para, más tarde, esparcirse en cualquier dirección bajo un único color:  naranja incandescente. La bóveda celeste parecía un rojizo atardecer. 

No, eso no podían ser fuegos artificiales. 

Paralizado, mi cabeza se negaba a aceptar lo que la vista procesaba. No importaba, la evidencia más clara me arrolló cuando un movimiento reflejo me hizo cubrirme con mis brazos al contemplar una gran explosión. Sí, la de nuestro satélite. 

Una bola de fuego, cada vez mayor, entraba como un torrente por mis pupilas. Al mismo tiempo, un pequeño temblor de tierra por poco me hace perder el equilibrio. La brisa nocturna se transformó en cálida y me golpeaba el rostro según caían algunas gotas. Al estrellarse contra el suelo parecían de barro. Sobre mí, escupitajos. Tuve alguna náusea ya que el aire que entraba por mi nariz olía a azufre. A duras penas me mantenía erguido contemplando la interminable sucesión de estallidos que vino tras la primera. No podía seguir en la terraza. 

Al regresar a la casa lo primero que hice fue conectar la televisión. En la pantalla aparecía un cuadro que me produjo escalofríos, todas las cadenas mantenían fija la imagen de lo que se había convertido nuestra luna mientras que una nerviosa voz instaba a la población a recoger víveres y a refugiarse en garajes o subterráneos. En breve, se esperaba una lluvia de rocas lunares, alguna tan grande como una montaña. La locutora lo repetía una y otra vez teniendo de fondo la imagen de nuestro satélite en el momento que explotó. La supervivencia de la humanidad, la de toda la Tierra, peligraba. 

Me apresuré y guardé en una bolsa unas galletas, manzanas, agua, una manta y algo de ropa. No sabía para qué huir de lo irremediable. No obstante, como un autómata seguí las instrucciones y bajé al trastero que tenía en el sótano. Otros vecinos hacían lo mismo. En el pequeño habitáculo no tenía un hueco libre. Lo había convertido en un absurdo cementerio temporal de trastos que nunca me servirían. Lo desalojé de varias sillas de playa, una maleta antigua y alguna caja de zapatos. Cerré la puerta, extendí la manta y me tumbé doblando las piernas y acercándolas al pecho. 

Al poco rato, la luz de la bombilla se apagó. Ya no escuchaba otras voces, solo el golpear incesante de las rocas contra la superficie. Llevé mis manos a la cabeza para protegerme, aunque el techo todavía aguantaba. Cerré los ojos, pensar me dolía y los párpados volvían a ser dos losas de granito. 

Cuando conseguí abrirlos, por mi cabeza todavía rondaban aquellas imágenes de la luna explotando y me estremecí. Sin embargo, el silencio era total y solo escuchaba mi propia respiración con latidos pausados y lentos como si fueran golpes de tambor. Tampoco notaba la dureza del suelo, mi cuerpo descansaba sobre algo mullido y no estaba sumido en la oscuridad. La claridad me abofeteaba desde la cercana ventana gritándome una realidad muy distinta a la anterior. Me incorporé, levanté del todo la persiana y abrí las hojas para asomarme a la noche. 

Aliviado, una gran luna llena, sin que le faltara ningún trozo ni estuviera incendiada, casi sonriente, parecía guiñarme un ojo desde lo más alto. Al observarla en aquel instante,  comprendí que los sueños forman parte esencial de nuestra vida, que son igual de importantes como lo es ver nacer a un hijo o besar a quien amamos. Será el miedo atávico a las pesadillas lo que la mantiene serena, lo que la convierte en única ahí afuera. 

Acodado sobre el alféizar, respirando la humedad cercana y la soledad de las calles vacías, no pude hacer otra cosa sino soltar unas cuantas carcajadas que rompieron el silencio de aquella madrugada.

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