No sé cómo lo haces, cómo consigues levantarte y caminar cada día cuando aún ni has abierto los ojos, dando tumbos de pared a pared por el largo pasillo de la que fue la casa de tus abuelos mientras que las luces del techo te acuchillan las pupilas y empiezas a ser consciente de que sería mejor abrir los párpados. No digamos nada al tomarte el café fluyendo igual que un río de lava garganta abajo, o al ducharte bajo gotas de agua heladas como flechas de hielo porque siempre tarda mucho en llegar el agua caliente por las viejas tuberías. Incluso, al hacerte el nudo de la corbata dos y tres veces para que a la primera  quede torcido, a la segunda  demasiado pequeño y a la siguiente que parezca una gran bola arrugada de papel. Pero todavía te falta salir a la calle y recibir la bofetada de un aire tan seco como gélido, rascar el cristal del coche lleno de escarcha, tiritar parado en cualquier semáforo maldiciendo cuanto tarda la calefacción en funcionar, aparcar en el último – y más estrecho- estacionamiento de la oficina, saludar con un «Buenos días» al de seguridad y que te responda con un gruñido a lo «Chewaka». Todo esto para que al llegar a tu ordenador te encuentres un correo del Jefe donde te recuerda los objetivos de productividad no alcanzados, y su más evidente traducción cuando no recibas el correspondiente complemento salarial el próximo mes. En fin, que no sé cómo tienes los santos cojones de levantarte cada día y fracasar en cada cosa que llevas a cabo …

¿Y te parecía mejor lo de antes? Quedarte en la cama durmiendo hasta la tarde y desayunar -merendar dada la hora- cualquier trozo de aquella pizza de salami y pimientos a la que tuvieron que sacar con una orden de desalojo tras meses como principal okupa de la nevera. Sentir como con el primer mordisco un autentico martillo neumático te taladraba  las sienes desde dentro del cerebro. Claro, era la única forma de devastar los recuerdos que aparecían entre la bruma que corría delante de tus ojos para recordar los dos, quizá tres, cubatas del bar de Pepe, el indeterminado número de chupitos de ron y miel del antro de Huertas, o la fiesta en casa de aquel sesentón vestido con un pantalón ajustado blanco y una camisa de seda amarilla. El anfitrión estaba tan rodeado de jovencitos con el iris dilatado como de billetes de cien euros y se debió enamorar de la verborrea que tenías a las cuatro de la mañana cuando cerraron aquel garito. Ya ni recordabas si era «La Golfa» o el «Olivier», daba igual, porque al llegar a la fiesta te entregaste a lo que más te gustaba: disertar subido a un taburete de cualquier tema, ya fuera filosófico, poético o de actualidad. Te creías Cicerón o Demóstenes. Por supuesto, era por obra y gracia de todo lo ingerido. Fuera esto líquido, en polvo, o prensado y de colorines. Pero no suponía ningún problema, todos quienes te escuchaban también se creían versados intelectuales. Mientras tanto, aquel viejo junto a uno de los jovencitos de ojos azules y a una chica que apareció de repente vestida con botas altas y minifalda, desaparecieron por el dormitorio y te dejaron huérfano de risas y aplausos. Por eso buscaste el amparo del relente del amanecer en calles estrechas y solitarias, en la ciudad que despertaba aunque tu siguieras envuelto en sueños y neblina. Fue un milagro el bajar las escaleras de la estación de metro de Bilbao sin caerte, debía ser algo más de las siete cuando las primeras luces te hicieron guiñar los ojos y buscar la oscuridad suburbana como si fueras un  Drácula cualquiera. Sin embargo, percibías tan confusa la realidad que al envolverte el calorcillo del vagón, te amodorraste de tal manera que diste un par de vueltas a la línea 1 dormido por completo. Si no llega a ser por la viejecita que te preguntó  si estabas enfermo con voz de preocupación, habrías  pasado todo el día viajando sobre raíles. Eran las diez y media de la mañana. Sin embargo, lo peor fue el encontrarte la bolsa con tu ropa, la «play» y los juegos  bien empaquetados en una caja junto a la nota de Laura diciéndote que dejaras las llaves al portero y que nunca más la volvieras a llamar. Si te parece, mejor sigues con esa vida que tantas satisfacciones te daba. Total, solo ha pasado un año y tres meses desde que las inmensas alas de tus padres te cobijaron y te buscaron la mejor terapia, casa y trabajo. Como para quejarse.

Y tú qué sabrás de mí…bueno de ti. Hablar, dialogar con tu otro yo, dijo el Dr. Alfonso, el de los doscientos euros la sesión. No era su palabrería, a reventar de tópicos, ni su voz de galán radiofónico. Era el entrar en aquella sala donde el blanco nuclear de su mesa y butaca, el del sofá futurista de piel, el del techo y la lampara de cristal, el de las ventanas parecían limpiarte toda la roña que tus vicios y pasiones ocultas había acumulado. Era recostarte para comentar cómo había transcurrido tu semana de abstinencia y empequeñecer mientras que tu interlocutor se convertía en un gigante. Un dios multiplicado millones de veces en aquellas paredes que no tenían ni un milímetro libre tan llenas como estaban de diplomas y recortes de periódico enmarcados, parecía imposible haber podido compaginar el trabajo con tanta entrevista en las principales revistas científicas o las que le habían hecho para el Hola, Lecturas y el Diez Minutos. Un tipo como aquel psiquiatra y pedagogo – una gloria nacional de haber estado en otra época – solo por serlo, seguro que te sacaba del pozo más profundo en el que estuvieras. Él y el pibón de enfermera que te sonreía al cogerte las citas o pagar, lo llamaban: terapia de diálogo interior ininterrumpido. 

Sin duda, funciona porque bien sea por el decorado que comentas, por su prestigio o porque no nos quedaba otro camino, ya ves que seguimos haciéndolo. La  presión de ser paciente de un número uno, dijiste cuando seguimos su pauta y empezamos a realizar estos diálogos interiores. 

Como siempre, acabamos en tablas y con la única certeza de que tú y yo, ‘yin-yang’dentro de un mismo ser, algún día conseguiremos aflorar todas las miserias que la vida tiene y acabar por entendernos.