El monólogo termina. La melodía de ‘Manha, manha’ de los Teleñecos se escucha algo distorsionada pero cada vez más fuerte por el viejo equipo de megafonía. Luis Sísino, aparenta secarse el sudor con un pañuelo y dice:

—Y, por eso, odio las vacaciones con los niños, la suegra y el perro… —en ese instante, el actor da un paso hacia el público  y poniendo la mano abierta al borde de la boca, como si hablara al oído de alguien, pronuncia la última frase —… ya lo decían los Nazis, el trabajo os hará libres… ¡Buenas noches!

A Luis Sísino solo le queda levantar la cabeza hacia el telón plegado; sabe que los focos de los extremos se encenderán y deseará con todas sus fuerzas que entre los aplausos de los ojos que tiene delante, entre la ola de risas que recorrerá el patio de butacas, se empiecen a ir imponiendo los  «Bravo, Bravo».
Será la señal para doblar la cintura y, al incorporarse, saludar  agitando su mano a modo de despedida al público puesto en pie…

Los focos ya se han encendido y él ha llevado la mirada hasta las bambalinas, que parecen estar a punto de caerse, pero el frío y el silencio amasan el aire del teatro. El olor a humedad de alcantarilla amplifica el desastre cuando desde el fondo de la sala se escuchan unos pocos aplausos. Sísino no llega a distinguirlo pero salen del productor del espectáculo y de los acomodadores. De nadie más. No puede derrumbarse y  Sísino intenta esbozar una sonrisa para terminar también sacudiendo algo forzado la palma de sus manos. Contagiados, algunos espectadores lo imitan aunque de manera breve, casi inaudible. A él solo le llega el zumbido de algún murmullo. No lo quiere oír. Cruza sus brazos sobre el pecho y abraza el iceberg que se acaba de alzar en el proscenio. Realiza una nueva reverencia y caminando hacia atrás, deja la embocadura camino del foro. Ha sido su primera representación, también la última. 

      ***

Luis Sísino, no es su nombre. El apellido, que él lo pronuncia haciendo una pausa entre la primera y la segunda sílaba, se le ocurrió delante del tercer ‘Ballantine’s’ y de madrugada. El representante, aún no lo era, le dijo que sin uno artístico jamás figuraría entre su lista de cómicos. En el documento de identidad, el Luis va precedido de Juan, que es como es llamado por la familia y los amigos; los apellidos son bastante comunes. Un Sánchez de primero y un López de segundo. Luis, o Juan, tiene los hombros hundidos y los brazos de plastilina, con la cara y toda su piel como las barras de pan congelado antes de ser horneadas. Siempre parece que acaba de salir del hospital o que va de camino. Producto de un colegio religioso concertado, entró en la universidad dispuesto a convertirse en un afamado cirujano. Las primeras prácticas con cadáveres le llevaron a cruzar la Avenida Complutense y matricularse en Ciencias de la Información. Y allí, mucho antes de conseguir doctorarse en comunicación audiovisual, empezó su carrera escribiendo monólogos cómicos.

Infatigable redactor de estas pequeñas obras, era incapaz de representarlas porque subirse a un escenario le producía temblores y sudores fríos. En aquella época de su vida, los encargados de mostrar en pequeños cafés el ingenio de Sísino, aunque todavía no hubiera adoptado ese nombre, fueron una compañera de  facultad dotada de carnes abundantes pero tan descarada como angelical junto al novio de esta, un ‘millenial’ de poblada barba.
Era raro que al autor le llegaran los abrazos o las palmadas en la espalda,  ya que los actores solían acapararlos. Sin embargo, el olor del triunfo, la música de los aplausos, le empezó a gustar, aunque él lo sintiera desde el fondo de la sala y en soledad.

A través del director de su tesis, miembro del consejo asesor de una televisión privada, Sísino dio un salto en su carrera: consiguió formar parte del grupo de guionistas del «Club de la comedia».

Los comienzos siempre son duros. Sísino lo sabía y no le preocupó que únicamente alguna frase suelta o alguna idea, convertida en texto por los guionistas más experimentados, formaran parte de los monólogos menos vistos de los que se emitían en la tele. Ni una palabra suya pronunciaron los Dani Rovira, Eva Hache o Florentino. A estos, solo los veía de lejos, ellos tenían a los mejores a su disposición y en aquella ‘Liga’ a Sísino todavía no le dejaban jugar. Lo que había sido un éxito en boca de aficionados y en pequeños tugurios con una veintena de espectadores, no parecía tan bueno para los directores y la audiencia televisiva. No le importó, el sueldo no era malo y, como todo en la vida, estaba en una carrera de fondo. Su momento ya llegaría.

No llegó. La productora decidió prescindir de sus servicios pasados seis meses, una becaria haría la misma labor y gratis. Tras leer por quinta vez la carta de despido, la arrugó y tomó una decisión: sería él quien interpretase las obras que escribiese. Además, antes de lanzarse al mundo artístico, se formaría. 

Uno de esos inaccesibles actores le daría clases durante un año y, tras sentirse preparado, contrataría al mejor representante. Sabía que sus monólogos eran muy buenos, de los mejores. Solo necesitaba creer en su valía y vencer el miedo al escenario. Así triunfaría.

     ***

«Sr. Sísino, cinco minutos», escucha al asistente decir al otro lado de la puerta tras haberla golpeado dos veces. Se recuesta en el sillón y no puede evitar que uno de los muelles se le clave en la nalga. El camerino, el teatro entero, se cae a trozos pero está en el centro de Madrid y es lo único que le han conseguido para su primera actuación.
El reclamo de ser guionista de televisión funcionará. Es lo que él cree y  lo que le ha repetido varías veces su representante para insuflarle ánimo cuando le ha llamado con una vaga excusa por no poder estar durante la función.

Sísino repasa mentalmente el principio del texto y, al cerrar los ojos, retrocede a la infancia para volver a verse sobre el inmenso escenario del teatro de su colegio. Él está arriba, con los focos como disparos que intentaran tumbarlo. Abajo, todos los cursos de EGB y primaria, además del Director y el claustro entero. Él no quería subir, fue el padre Prefecto quien insistió. Tenía tanto miedo a que lo castigaran, que no pensó en nada, solo en acabar cuanto antes. Inició un chiste delante del micrófono, su madre se reía cada vez que lo contaba, pero se confundió y empezó a balbucear hasta que la lengua se le convirtió en un globo pinchado. Fue incapaz de acabarlo. Cada uno de los segundos de aquel silencio espeso e interminable fueron  flechas que se le clavaron desde los pies a la cabeza. Sintió que el frío y el aire amasaban el aire del teatro y que un olor a humedad de alcantarilla amplificaba el desastre. Algo que ya nunca logró quitarse del pensamiento.

«Señor Sísino, un minuto». Luis, o Juan, abre los ojos, se incorpora y, secándose una lágrima, se dirige hasta el Gólgota que le espera sobre el escenario. Solo le tranquiliza saber que será a la vez su primera y última representación.

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