¡Odiaba la Navidad! aunque en mi caso maldijera los arbolitos, las bolas, las luces y el espumillón desde mucho antes. Era en pleno verano cuando debíamos dejar preparado el catálogo que se enviaría a cada cliente al empezar el otoño. Pero en mi empresa nadie quedaba en agosto ya que las órdenes del dueño eran que se cerrara a cal y canto. ¡Vacaciones para todos!, le gustaba decir como si fuera el genio de la lampara. Pero lo que él nunca calculaba era esa arraigada costumbre por apurar, cuando no sobrepasar, los plazos de entrega. De esta manera, cada departamento no tenía su parte del trabajo lista hasta la mañana antes de salir cargados de maletas camino de cualquier playa o hacia el aeropuerto. Y como es habitual, tanta informalidad y prisas perjudican  a un ‘pringao’ al que se le obliga a prolongar la última jornada de julio. A mi, responsable de cerrar la edición artística de aquel conjunto de adornos que en Diciembre lucirían en las casas.

La totalidad de las fotos con las características de cada producto, las tuve antes del almuerzo. Los distintos precios con el visto bueno del gerente, a media tarde. Por si eso era poco, acumulaba tres correos ese día de la imprenta con la que trabajábamos. Me recordaban que necesitaban el fichero con el archivo del catálogo antes de las dos de la tarde. Todavía recibí uno más un poco después, como un favor especial, podrían recibirlo a lo largo de las siguientes horas. En realidad, sabía que hasta el día siguiente no harían nada y yo esperaba acabar antes de la madrugada. Este no era el primer año en el que ocurría lo mismo, parecíamos un disco rayado.

Bien pertrechado de botellitas de agua, respiré hondo unas cuantas veces, encendí el ordenador de mí compañera de mesa para trabajar en dos pantallas a la vez y comencé a maquetar hoja tras hoja. En unas cuantas horas lo podría tener, seis o siete como mucho. Recé para que el programa de edición no se bloqueara o para que la red interna no se colgara. Miré mi reloj, eran las seis y veinte.

Poco después de las nueve apareció por la planta Manolo, el guardia nocturno de seguridad. Imaginé que no se extrañaría al verme en la ronda que hacía al comenzar el turno. Tras el saludo, que me sonó a pésame, me preguntó si me quedaba mucho. El tono de aquella pregunta me resultó extraño. Normalmente, era un hombre muy amable y educado, siempre ofreciéndose para lo que necesitaras. Ese día estuvo áspero y me dio la impresión que no le gustaba tener a alguien más en el edificio. 

Menos de una hora, le dije. Le mentí, aun a sabiendas de que no le engañaría. Él, sin pestañear ni decir otra palabra, se dio media vuelta y desapareció de mi vista.

Aunque el trabajo me absorbía por completo, cada vez fui sintiendo más calor. Veía moverse la pequeña cinta que colgaba de la rejilla del aire, pero me tuve que remangar la camisa y beber tres botellas de agua. Me estaba deshidratando. 

La red interna empezó a fallar y, hacia las once, mis pantallas se fundieron a negro. Para restablecer la red debía apagar los dos ordenadores en los que trabajaba y bajar a la primera planta donde estaba el servidor para reiniciarlo. Total, unos veinte minutos más. No hay nada mejor para que algo ocurra que el no desearlo, como cuando está nublado y no llevas paraguas, que lloverá sin falta.

Arrastré mis pies hasta el ascensor sin quitarme de la cabeza la idea de estar en mi sofá tumbado con el ventilador a un palmo de la nariz y bebiendo una horchata fresquita. En cuanto llegué al servidor noté una racha de viento caliente y, a continuación, dejó de escucharse el zumbido del aire acondicionado. «El de seguridad ya ni se acuerda que aún sigo aquí» Había llegado  el momento de recordárselo y, de paso, sacar más agua fría y algún sándwich de la maquina de la entrada. Mi estómago empezaba a rugir como un mar encrespado. 

Estuve un buen rato llamando al ascensor. Algo le ocurría porque no llegó y tuve que bajar por las escaleras. Los churretes de sudor empezaron a cruzar mi cara y tenía una mancha húmeda en las axilas. No quise sacar el pañuelo del bolsillo. Cuando me vea así, seguro que Manolo se compadecerá de mí y no lo volverá a desconectar, pensé cuando llegué al hall.

Tras sacar la comida y darle un bocado, caminé por varios pasillos estrechos hacia la parte de atrás del edificio. Allí, cerca de la maquinaria de los ascensores, en un semi sótano al lado del patio, tenían los vigilantes un cuartucho para descansar. 

Ya de lejos vi que tenía la puerta medio abierta y la luz estaba encendida. Más de cerca, escuché dentro el sonido de un locutor de radio. Di dos pequeños golpecitos con los nudillos y entré. Manolo no estaba y, sobre la mesa, había dejado la pistola y el cinturón con las balas y un teléfono movil. Estaba encendido con una llamada entrante activa que se identificaba como número privado. Lo que yo había creído una emisión radiofónica, salía por ese aparato. Con dos dedos, como si temiera impregnarme de algo dañino, lo cogí y lo acerqué a mi oido. «Sube… al tejado… y vuela,… vuela… » repetía sin inflexiones una voz metálica y robotizada. 

No había sacado el pañuelo, pero si quería seguir viendo algo debía secarme el cada vez más abundante sudor de la frente, cuando el suelo bajo mis pies tembló y el cristal del ventanuco que daba al suelo del patio de luces se abrió. 

Busqué una banqueta a la que subirme y poder mirar afuera. No hizo falta, un reguero de sangre y la mirada vidriosa y fija en el infinito de Manolo se distinguía desde donde me encontraba.

Me quedé petrificado. Todavía tenía a unos centímetros de mi oreja el teléfono y aquella voz no dejaba de soltar una y otra vez la misma frase. En mi cerebro se dibujó la azotea con el cielo lleno de estrellas. Solo dando unos pasos, llegaría hasta el alero. Arriba, soplaría la brisa y volando por el aire, me refrescaría. Dejaría de sudar y, de una vez para siempre, no volvería a odiar la Navidad.

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