De pequeños, los hermanos Manuel, José y Antonio (Os Porquinhos, algunos años más tarde) apenas pestañeaban cuando veían navegar por la ría una de esas fieras marinas con cuatro motores de doscientos cincuenta caballos cada uno. Tampoco con las rubias siliconadas que acompañaban a los patrones de las planeadoras. Imberbes todavía, ayudaban con las maromas o limpiando la cubierta de aquellos «fórmula uno» mirándose en el reflejo y soñando con poseerlos. Con la mayoría de edad, su carrera se catapultó pues pudieron volar sobre las olas a casi sesenta nudos e ir ascendiendo, a igual velocidad de vértigo, hasta los primeros puestos en el escalafón de traficantes. 

Solo transcurrieron unos pocos años cuando aquel clan fue el más famoso y poderoso de todas las Rías Baixas

En la misma calle del pueblo costero donde habían nacido esos tres hermanos, se había criado el ahora juez Pereira. Al contrario de Os Porquinhos, disfrutaba viendo salir a faenar a su padre y abuelo en un pequeño pesquero y despreciaba la vida de lujos y peligros de sus vecinos. Buen estudiante, con mucho sacrificio y tenacidad no tardó muchos años en terminar la carrera de derecho para, inmediatamente después de tener el título bajo el brazo, sacar las oposiciones a juez con un único fin: ser el azote de los tres narco hermanos.

Hace algo más de una década, Os Porquinhos sintieron el aliento de Pereira en el cogote. Entonces, Manuel, el mayor, reunió a los otros dos y dijo:
—Este fillo da puta nos quiere foder; mientras se cansa o asciende, habrá que separar atividade para protegernos.

Y como José y Antonio sabían que Manuel era el más listo de los hermanos, rápidamente le hicieron caso.

El pequeño, Antonio, amante de la buena vida y del poco esfuerzo, decidió que inaugurando locales de copas y de señoritas, sería suficiente. Además, camuflada entre las otras actividades, no dejaría de vender la Fariña y sí de temer al juez Pereira.

José no eligió ese camino tan fácil y, algo más sesudo, decidió invertir su parte del negocio en una inmobiliaria y constructora. No salía del elegante despacho que se hizo construir para dar la apariencia de ser un afanoso empresario. Sin embargo, alternaba sus conversaciones por el móvil entre la venta de propiedades y la financiación de los siguientes envíos, convencido que nada debía temer al estar alejado del transporte y la distribución.

Manuel no tuvo prisa en asegurarse el futuro, con el capital que disponía podía estar un tiempo sin realizar (aparentemente) actividad laboral alguna, convencido de que eso alejaría al maldito Pereira. Su plan para no temerle era más ambicioso y de mucho mayor recorrido. Se afilió al partido gobernante y se postuló como próximo alcalde. Más de una bolsa de basura, conteniendo el sucio dinero de sus anteriores fechorías, tuvo que repartir entre todos a los que compró para conseguirlo. 

Por lo tanto, en las siguientes elecciones, aquel prohombre altruista y generoso fue elegido regidor de aquella población. Desde aquel momento, un negocio de incontrolados beneficios, y ningún riesgo ante su recién estrenado blindaje, se abrió a sus pies: las comisiones ilegales.

Desconocedores del nuevo negocio, los hermanos más pequeños siguieron riéndose del camino elegido por Manuel:
Alcalde, ¡mucho trabajo y poco sueldo! —le decían una y otra vez hasta que empezaron a sentir algo más que los tentáculos del juez sobre sus boyantes actividades.

Antonio fue detenido en uno de sus clubs, era sábado por la noche con aquello atestado de clientes, camellos, indocumentadas y dos menores entre el plantel de minifalderas subidas en altísimos tacones de metacrilato. Cuarenta días tuvo que compartir diez metros cuadrados con un sicario colombiano y un africano gigantesco entretanto la influencia de Manuel, y una buena cantidad de billetes, lograban la libertad provisional a pesar de la oposición del instructor de la causa.

Pero como la justicia no solo es ciega sino que no descansa nunca, Pereira, finalmente, consiguió detener también a José, aunque le llevara algo más de tiempo ordenar las grabaciones y descubrir qué delitos encausarle. Así, y durante un par de meses mientras que una legión de abogados le conseguía la condicional, el mediano de Os Porquinhos fue quien cultivó nuevas amistades en el presidio provincial.

Manuel sabía que el juez se jactaba de ser igual de perseverante que sus antepasados y no regresaría a puerto sin haber llenado las redes con su detención, pero aquel marino metido a magistrado (¿o era al revés?) no había calculado bien la proverbial astucia ni la reciente influencia que el cargo de regidor le daba. 

Por eso, pero también porque los vínculos de sangre son muy fuertes, sermoneó a  José y Antonio en cuanto los tres pudieron abrazarse en libertad, si bien esta fuera condicional en el caso de los hermanos más pequeños.

Y así hicieron. Lo primero, dejar los peligrosos negocios anteriores; lo segundo, afiliarse al mismo partido que el hermano. Por último, en su nombre y en el del partido (uno era sinónimo del otro), hacer de recaudadores ante contratistas, apoderados del partido y organizadores de mítines.

Cuando Pereira, sabedor de las actividades de Manuel, quiso imputarlo, no lo consiguió. Ni el fiscal anticorrupción ni policía alguno colaboró en desmontar el entramado en el que todos, en mayor o menor medida, se beneficiaban. Así que aquel juez de instrucción acabó abandonando la carrera judicial tras haber sido expedientado por supuesta prevaricación. Hoy ocupa un pequeño despacho en Greenpeace empeñado en denunciar la pesca indiscriminada de rodaballos salvajes.

Antonio y José han progresado en esta nueva ocupación igual que lo hicieron en la de su juventud. Ahora, uno figura como presidente regional del partido, el otro hace de tesorero. 

Manuel es algo más conocido, su foto se puede ver en vallas publicitarias y en cada farola de las principales calles del país. Las encuestas electorales y todos los analistas le dan como ganador por mayoría absoluta en las próximas elecciones generales.


( incluido en el libro de relatos: Hojas Incendiarias.)