PAN, BICICLETA Y LÁGRIMAS

Y Fabio cierra los ojos. Levanta la cabeza hacia el cielo y aprieta los párpados hasta hacerse daño, como si con ello consiguiese exprimir todo el jugo a la vida. Está en lo más alto del podio, ha triunfado, pero ha sido por constancia al no rendirse nunca. Según levanta los dos brazos, en un silencio solo roto por un par de vítores, se escucha el himno nacional de su país. 

Fabio nació muy débil, superaba por poco el kilo al nacer y sus pulmones y corazón dependieron de los cuidados médicos que recibió hospitalizado durante los primeros tres meses de vida. Más tarde, no le fue mejor. Cualquier bacteria o virus enseguida lo acorralaba teniéndose que criar entre medicinas y mucho reposo, aunque mezclado con todo el amor de sus padres y unos cuantos remedios caseros, ya que no siempre la economía familiar alcanzaba a conseguir las medicinas. 

Con doce años, Fabio es un niño enclenque que apenas ha saltado o corrido como los otros niños. De baja estatura, sus brazos y piernas solo parecen palillos cubiertos de piel. Sin embargo, su mirada, dos aceitunas negras, grandes y brillantes en medio de un rostro tostado, se clavan en todo lo que le rodea. Lo que más, en los libros de la escuela, o los que coge de la biblioteca. Le gustan también los deportes, ciclismo y atletismo por encima del resto, pero se tiene que conformar con verlos en la tele; en cuanto da una docena de pasos seguidos, el corazón parece que se le va salir del pecho. 

Es el padre de Fabio quien lo despierta cada mañana antes del amanecer porque la escuela, a la que casi nunca falta, se encuentra en la otra vertiente de la montaña. Trece kilómetros cuesta arriba y otros quince bajando ya que la familia vive a mitad de una ladera tropical donde se cultiva café. 

Tras haber desayunado en silencio, padre e hijo se suben a una vieja y herrumbrosa bicicleta para ir  en dirección al pueblo por la carretera que, a esas horas, todavía se encuentra prisionera de la niebla.
Fabio se acomoda en el trasportín trasero mientras el padre pedalea cada vez con más dificultad, los años y el tabaco le empiezan a pasar factura. Llegan en hora, uno a sus lecciones, el otro al Ayuntamiento donde trabaja como jardinero. Al terminar la jornada, regresan; exhausto el padre tras haber cubierto ocho horas cavando o plantando y, porque acomodado entre uno y otro cuerpo, siempre acarrean sacos de harina con los que la madre elaborará  pan.

Un día, el padre de Fabio no se pudo levantar de la cama. Tosía, tenía fiebre y el médico le dijo que debía guardar cama. Pero Fabio no quería faltar a clase. Se levantó más temprano que nunca y, mientras bebía la leche, tuvo que secar las lágrimas de su madre que le rogaba quedarse en casa. Antes de subirse a la bicicleta, la abrazó un buen rato. Despues, aún sin haber salido el sol, empezó a pedalear.
Fabio llega a la escuela cuando los compañeros llevan ya sentados más de una hora. Sangra por una rodilla, tiene raspones por brazos y piernas y, en la última cuesta, tuvo que echar pie a tierra arrastrando por el asfalto las dos ruedas. El maestro lo mira de arriba abajo, incluso hace la intención de levantarse para ayudarlo, pero se sienta de nuevo porque ve que Fabio, a pesar de su aspecto, sonríe y los ojos le brillan más que nunca.

Al iniciar el regreso, su rostro no cambia. Tampoco el empeño al desafiar pendientes, curvas cerradas y apresurados conductores. Se le hace de noche sin haber llegado a casa, pero le alumbra la luna que brilla sobre el asfalto además de sobre el barro y la sangre reseca que tiene por codos y muslos. 

La madre, que lleva horas forzando la vista en la carretera, se ha abrigado con un poncho y cruza los brazos sobre el pecho para darse calor y ánimo. Se le vuelven a saltar  las lágrimas nada más escuchar el chirriar de los frenos y al distinguir la blanca dentadura en la sonrisa de su hijo. Cuando Fabio llega a su altura, le enseña dos barras de pan que lleva dentro de una bolsa. Para que no trabajes tanto, le dice Fabio al mismo tiempo que se abrazan después de que ella le diera dos sonoros besos. 

Y Fabio, abrazado a su madre, cierra los ojos disfrutando al haber logrado ir y venir él solo a la escuela en bici.

Cuando Fabio vuelve a abrir sus ojos, han pasado los años, dieciséis. Muchas pendientes y bajadas, ríos de sudor, caídas y triunfos levantando los brazos después. Sigue abrazado a su madre. De nuevo es ella quien lo besa cuando las lágrimas de ambos se mezclan por una y otra mejilla. 

Suena una música. La multitud aplaude enfervorizada. Fabio sabe que es por él. Oye que alguien dice: «campeón», «líder». Hay vivas y gritos mientras que uno de su equipo toma a Fabio del brazo y, con suavidad, consigue alejarlo de su progenitora. 

Suena una música solemne de fanfarrias cuando Fabio se acerca hasta donde le han llevado en volandas. Levanta la frente y contempla el monumento del fondo, el grandísimo arco que se ve hacia el final de la avenida. Nada más oír al locutor decir su nombre, sube los peldaños hasta situarse en lo más alto. A lo lejos está su madre, tiene en la mano una baguette y, en la otra, un ramo de rosas que agita al viento. A su lado está el padre de Fabio sujetando la  bici de titanio con la que su hijo ha corrido las tres últimas semanas. Los dos le ven tras un mar de personas. Fabio va vestido de amarillo, tiene los brazos en alto y los saluda. 

Y Fabio cierra los ojos mientras el himno nacional de su país atruena en los Campos Elíseos como ganador del Tour de Francia.


( incluido en el libro de relatos: Hojas Incendiarias.)

Photo by Perrimoon