Nadie sabe qué hago cada martes de seis a ocho. Tampoco se entendería por qué un general  del ejército, acostumbrado a lanzar batallones contra el enemigo, está semi desnudo, cubierto con una capucha en la cabeza y a punto de golpear con los nudillos esta puerta frente a la que antes me han guiado. La capucha, que no me deja ver nada, alimenta mi ansiedad que termina escapándose por cada uno de mis poros.

Escucho ruido de muelles al abrirse la puerta, supongo que accionada desde el otro lado. Camino varios pasos hasta estar dentro de la habitación y, en ese instante, oigo de nuevo el mismo chirrido al cerrarse. Tras encajarse en el marco, el ruido de los tres cerrojos es la señal convenida para  que pueda liberarme de la capucha. Aún así, no logro distinguir nada dentro de la capa de oscuridad espesa que me rodea. Me giro y busco al costado de la entrada el interruptor de la luz. Doy con él, lo pulso varias veces pero es inútil. ¡Joder! se me escapa de la boca antes de avanzar entre esa niebla negra y amorfa. También el aire que respiro es ácido y me raspa la garganta, además de erizarme el vello de los brazos y de que mi lengua parezca estropajo. 

Me detengo y agudizo el oído. Solo el bum-bum de mis latidos galopando desbocados rompen el silencio glacial que me rodea. Un silencio de muertos, pienso; un silencio en el que ya debería notar el aliento de otra respiración. No  dejaré que el miedo me succione. Como si fuera la corriente de un río, prefiero deslizarme por ella.

Doy varios pasos con los brazos estirados hasta intuir en mi trayectoria una silla de madera con el respaldo muy alto. Después, me tropiezo con una especie de butaca sinuosa de piel; la parte más baja apenas levanta una  veintena de centímetros del suelo. A su lado, me parece que hay una mesa pequeña y, encima de esta, mis manos se agarran a lo que debe ser  un flexo. Nervioso, presiono el pulsador y escucho el click sin que luz alguna me ilumine. Llego a un muro, que recorro con la palma de mis manos  hasta que percibo los  fríos eslabones de una gruesa cadena y una cruz de madera formando un aspa. En la confluencia con otra pared, desplazo con los pies un recipiente metálico lleno de un líquido maloliente que evito explorar a fondo. Mis palpitaciones van en aumento. Aunque tengo la frente llena de sudor, me recorren varios escalofríos nada más  empezar a presentir cerca de mí la otra respiración. Es ella, lo sé. Quiero llamarla, pero debo contenerme. 

Uso mis brazos agitándolos extendidos como si fueran lanzas en el momento que alcanzo otra pared. La recorro. Está húmeda y helada. Creo que he caminado en dirección opuesta al volver a chocar con la silla. 

Estoy cada vez más excitado por lo que suplico que se enciendan ya las luces. Escucho un sonido afilado cortar el aire antes de expandirse al chocar contra el suelo y un «todavía no, perro» dicho por una voz aguardentosa de mujer. No puedo evitar que mi entrepierna parezca a punto de reventar. 

Me tiro al suelo y gateo, husmeo intentando llegar a los pies de esa voz. En medio de la búsqueda, se enciende un foco cubierto por un filtro violeta oscuro. La pared del fondo, que es toda un espejo, me devuelve mi imagen: alguien a cuatro patas con zapatos de charol negro y tacón muy alto, medias de rejilla y con ropa interior femenina de encaje. 

Dejo de arrastrarme por el suelo y me incorporo. Al verme en pie, siento millones de pinchazos recorriéndome de arriba abajo como si fueran olas furiosas. Solo es el principio, detrás de mí descubro a una mujer embutida en un traje de látex, con botas hasta las pantorrillas y sin un milímetro de la piel al descubierto. Su brazo está en alto sujetando un látigo y su mano está a punto de hacerlo chascar contra mis nalgas. Acostumbrado a mandar, me cuadro ante ella, hago un saludo militar enérgico y suelto: «A sus órdenes». 

En ese instante, siento un placer inverso e irresistible. Mucho más intenso y real que conquistando playas y ganando guerras.