(Segunda parte)

En efecto, procedía de un país europeo de los antes denominados satélites de la Rusia comunista, con trabajos como marinero, estibador y hasta guitarrista de un grupo de rock. Tras viajar por todo el mundo, había recalado aquí durante el verano pasado. No era la primera vez que nos visitaba, si bien, en esta ocasión, decidió prolongar su estancia. Por el buen tiempo, me dijo, y al ver la cara que yo ponía —llevábamos varios días con temperaturas bajo cero— soltó una risotada con la que dejaba patente su bonhomía, a la vez que explicaba:

—En mi tierra peor, nieve muchos meses.

Por mi parte, le resumí casi cincuenta años de vida mencionando todos mis fracasos, adicciones y caída a los infiernos, como lo era la enfermedad epiléptica mal tratada y peor medicada que padecía o el haber abandonado una prometedora carrera como profesor universitario de lenguas muertas motivada por mi trastorno del habla, algo que casi no se percibía si yo estaba tranquilo pero que apenas me dejaba pronunciar un par de palabras seguidas al dirigirme a un grupo de personas. Cuando me preguntó si tenía familia, mi estómago pareció centrifugarse y se me escaparon un par de lágrimas, retiradas con la mano nada más aflorar.

—Alguna me queda —le mentí. No solo gozaba de parientes lejanos, sino que mi madre, dos hermanas y una hija residían a unos cientos de kilómetros de donde estábamos, preocupándose por mí, a la vez que yo huía de ellos. Hacía de esto casi dos décadas.

—¿Y tú? —le pregunté de inmediato intentando no dar más explicaciones a algo que me abrasaba las entrañas.

—Mucha, es deseo volver, abrazarlos, nunca más sin ellos. —Sin acabar la frase, cerró los párpados y, al abrirlos, vi en sus ojos tristeza junto a un punto de angustia. Después de un largo silencio entre los dos, el brillo regresó a su mirada y la sonrisa infantil a sus labios.

—Cuando vuelva, yo rico, iré con coche Mercedes y dinero todos, para casa.

Solo pude asentir y sonreír, desear, en suma, que él regresara a su hogar sintiéndose triunfador. Igual que a mí me gustaría hacerlo. Con eso, y con el último trago a una botella de aguardiente, intenté ir alimentando mi intranquilo sueño. Algo a lo que los dos nos fuimos entregando sin cruzar mucha más conversación durante las siguientes horas.

Antes del amanecer me despertaron los primeros y apresurados transeúntes. A esas horas, con las calles tan solitarias, los pasos resonaban nítidamente. Al desperezarme vi cómo mi compañero me contemplaba con el mismo gesto risueño con el que habíamos cerrado nuestra conversación. Rebusqué entre mis pertenencias y le ofrecí un poco de leche que me quedaba en un envase.

—Gracias, ¿tú trabajo? —me dijo según bebía.

—Poco encuentro, hay días que echo una mano a un albañil y algo me paga; otros, me quedo en la puerta de un súper y ayudo a las señoras a cargar las bolsas, algunas me dejan la moneda del carro; además, sé de jardinería, y en los viveros de las afueras, al principio de temporada, te cogen por uno o dos días. ¿Por qué me lo preguntas? —le respondí algo escamado

—¿Tú querer trabajo mejor, todo semana trabajo? —Y sin perder la cara de felicidad, añadió—: Mi amigo tiene trabajo, todos días. Yo cincuenta, él cincuenta. Es bueno.

No sé cómo me dejé convencer. Tal vez fuera porque ni viveros ni el albañil habían dado señales de vida en más de un mes, o porque parecía que el súper también era codiciado por un africano de casi dos metros de alto y, seguro, más de cien kilos de peso. Desde luego, lo que acabó por decidirme fue cuando me mostró los cuarenta euros que decía había ganado ayer. Así cada día del último mes, dijo, y añadió, por eso me perseguían, para robarme, enseñándome un buen fajo de billetes camuflados en el cinturón que llevaba por debajo de la ropa.

Recogí mis pocos enseres, los metí en el desvencijado carrito de la compra y nos fuimos andando al encuentro del «amigo», que según me dijo, recibía en un despacho situado en un viejo edificio del centro de la ciudad. 


( Continuará)