No era un viaje más entre los muchos que había hecho. Ni el placer ni el trabajo subían con Abel a ese vagón. Un billete de ida, el único que había comprado, fue lo que mostró  al entrar al anden. 

Se acomodó en el asiento. Unos minutos después todas las puertas del largo convoy se cerraron a la vez. Escuchó aquel silbido seco que le pareció un último aliento y comprendió que jamás volvería atrás. Nada ya sería igual. Toda su vida anterior, todas sus risas y lágrimas,  estarían huérfanas desde ese instante. Sabía que los anteriores amores, las luchas, los deseos y los sufrimientos formaban parte de una corriente que, como la de un río, nunca  vuelve hacía atrás por donde ya ha transcurrido, sea este un remanso o un  rápido. 

Siempre buscó imposibles, y no le preocupó que lo fueran. Una y otra vez, luchaba por volver a sentir la emoción de las primeras veces: el primer scalextric, el primer viaje en avión, el primer libro que leyó, el primer viaje a París; y cómo no, el primer palpitar al compás de una piel desnuda sabiéndose deseado por otros labios. Le parecía que  jamás había atravesado por completo aquellos territorios. Por eso y de forma recurrente, los perseguía. Era inútil. Nunca se repiten.

Aquel día, al mismo tiempo que escuchaba el crujir de las traviesas y los largos pitidos de la locomotora, se vio circulando por una vía férrea pero de un único sentido. Con  pocas estaciones donde parar, pensó también. Empezaron a cerrársele los ojos, el sueño ganaba terreno y cada pensamiento pesaba demasiado. 

Dejaba un paisaje de montañas verdes y nubes que parecían miga de pan, para adentrarse en un horizonte sin obstáculos con un cielo pintado de azul de un solo brochazo. Era la propuesta a la paz interior que necesitaba. 

Recostó la cabeza en el cristal de la ventana. Sintió que el sol era como un buen jugador de póquer. Aquel día, ese círculo dorado aparentaba tener cartas que no llevaba porque era todo un farol la calidez que mostraba. Afuera, el frío seco del invierno acuchillaba gargantas y pulmones. Abel se arrebujó entre la chaqueta como si fuera una manta cuando el tren entró en un largo túnel. Aquella oscuridad lo acabó por narcotizar. Se durmió y soñó con lagos helados, con interminables laderas nevadas en las que esquiaba y con un anochecer en el que las estrellas se veían cada vez más lejanas.

Al terminar la cabezada se sentía renovado, inmaculado como el azul eléctrico bajo el que circulaba por esa llanura. Era una interminable e hipnótica recta con campos sembrados de trigo a ambos lados y donde se alcanzaba la mayor velocidad de todo el recorrido. Igual de rápido, las anteriores dudas, el sentir el pecho a punto de estallar, se había transformado en un baile lento de sus latidos. Dejó de preocuparse cuando comprendió que si solo nos es posible recorrer un camino, si no hay alternativa, es imposible equivocarse.

No sabía a qué se enfrentaría al día siguiente. Era curioso, una primera vez pero de esas por la que nunca deseas transitar. 

Una pareja de ancianos cruzó por el vagón camino de la cafetería. Mientras que el hombre utilizaba una de sus manos para apoyarlas en cada asiento como si fuera una escala, con la otra sujetaba a la mujer. Esta, al rebasar a Abel, se giró y le dio las ‘buenas tardes’ como si le conociera de toda la vida. Usó esa misma fórmula para devolverle el saludo pero el aire volvió a escasear a su alrededor. Añoró durante unos segundos sentir otra mano sujetando la suya. 

Sin embargo, aquella soledad en la que viajaba era a propósito. Nadie sabía de ese viaje. Había ocultado tanto a la familia como a los amigos, los motivos e, incluso, el mismo hecho de realizarlo. Era lo mejor, ciertos actos deben abordarse en la más absoluta intimidad, se había dicho cuando tomó la decisión. Cara a cara con el destino, mirándose a los ojos, desafiándolo como haría cualquier héroe de película. En su caso, sin espectadores ni aplausos cuando acabara la función.

Al anochecer llegó al hotel. Se procuró una buena cena y no le importó conseguir una mejor compañía. Cuando se metió entre las sábanas, era de madrugada y estaba exhausto; no tardó ni un segundo en dormirse. 

Descansó en la habitación hasta cerca del mediodía. Sin desayunar, no podía hacerlo, el taxi le condujo hasta su destino. Allí pasaría las siguientes semanas, o tal vez ninguna. 

Entre las amables palabras de bienvenida, las bromas de unos y otros, consiguió que los segundos no se atropellaran y que su paso fuera como navegar en un mar sin oleaje. Mientras esperaba a que se lo llevaran, estuvo leyendo ‘Las aventuras de Tom Sawyer’. Fue el primer libro que acabó cuando tenía once años. Ojalá fuera un bumerán y sus ojos volvieran, igual que entonces, a abrirse a la vida, pensó cuando llegó el enfermero y le sacó de la habitación empujando su cama.

Completamente tumbado, la luz de los focos lo incomodaba un poco y apenas dejaba una rendija abierta en los párpados. Llevaba unos minutos conversando y eso le mantenía la mente ocupada. 

—Empieza a contar hacia atrás desde cincuenta, mejor en inglés, si sabes— le dijo el anestesista. 

Y ni la primera decena concluyó. Un plácido sueño, con el runrún de voces e instrumentos electrónicos como fondo, invadió su cuerpo. Por delante tenía varias horas en el quirófano mientras le trasplantaban un nuevo corazón. Le aguardaba una nueva vida.

 

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