Tino se ha levantado varias veces. En cada ocasión, mueve el rabo y jadea, pero no ladra. Tampoco corre aunque dé pasos ligeros. Lo hace al oír que llaman a la puerta, a donde acude antes que nadie. 

Tino oye el timbre otra vez y vuelve a ir hasta la entrada. Nada más llegar, se sienta y espera a que abra la mujer que hoy le dio de comer. En cuanto ella descorre el cerrojo, un manantial de luz deshace la oscuridad del pasillo. Tino entorna los ojos y levanta las orejas  mientras escucha hablar a las dos personas que acaban de llegar: un hombre y una mujer. Pero aquel hombre tampoco es su amo. Poco después, ve abrazarse a las dos mujeres.

Tino estira el cuello hacia ellas en el momento que unas gotas chocan contra sus ojos avellana y, al sacudírselas, contra sus fauces. Nadie repara en él, aunque con la cabeza llegué hasta las rodillas de esas mujeres, incluso a las del hombre. 

Tino sabe auparse sobre las patas traseras. Cuando apoya las delanteras en el pecho del amo, le lame  la barbilla sin necesidad de estirar mucho el cuello. Una vez que acaba con el plato de comida, siempre intenta pasar la lengua por la cara de su amo. Es con la única persona que lo hace. 

Nadie de los que han entrado le ha pasado la mano por el lomo o por la cabeza. Tino lo ha aprovechado para olerles los pies o las piernas. Aunque no sean de quien él espera, lo guardará en la memoria.

Según las mujeres y el hombre se adentran en la vivienda, Tino camina junto a ellos y los mira. También levanta el hocico buscando una de esas bolitas crujientes que tanto le gustan.  

Al final del pasillo está la habitación a la que todos se dirigen. Dentro hay muchas personas y las paredes están llenas de  libros. Tino va hasta uno de los rincones y se hace un ovillo. Ya tumbado, huele  a madera húmeda, lo que le recuerda al amo cuando le rasca el pelo antes de abrazarlo. Piensa que no debe estar lejos. En cuanto le llame, acudirá a su lado. 

Tino está deseando salir al jardín para que el amo le lanza la pelota de goma. Le gusta buscarla, agarrarla con la boca y llevársela. Es su juego favorito.

El timbre ha vuelto a sonar pero Tino está adormilado y, esta vez, no ha ido hasta la entrada. Aún así, se ha incorporado hasta quedarse sentado doblando hacia un lado las patas y las manos. Pone atención y escucha. Sus orejas caídas se estiran cada vez más. Pero no, no es el amo. 

Hay mujeres y hombres en el salón, la mayoría sentados en sillas. Tino no sabe por qué casi todos se llevan las manos hasta los ojos y sueltan el aire haciendo un extraño ruido. Nunca vio que el amo lo hiciera. Por eso, vuelve a tumbarse con las cuatro extremidades estiradas sobre el piso de madera. En el rincón oscuro en el que está, su pelo amarronado aunque jaspeado por pequeñas hebras blancas, apenas se distingue de la tarima. 

Un soplo de aire llega hasta la nariz de Tino. Levanta el cuello y mueve el hocico varias veces.  Es el olor del amo y  empieza a mover el rabo sobre la superficie encerada. Se queda atento esperando la llamada. 

En cuanto le oiga decir su nombre, sabrá lo que quiere. Una orden si es  rápido, y si es lento será para jugar y rascarle la trufa. «Tino, ¡ven!», «Tino, ¡toma!», es cuanto quiere oír ahora. Pero ni el amo ni nadie le llama.

Desde el suelo ve entrar en el salón a más personas. En el centro de la habitación hay una caja negra, grande y alargada. Tino no sabe lo que es, nunca la había visto. 

Hay un grupo de mujeres que no paran de hablar en voz baja desde que llegaron. No lo hacen entre ellas sino solas. Tino las ve mover los labios y no le gusta el murmullo que hacen. Es igual al vuelo de una mosca.

Muy despacio, los párpados se le cierran. En su cerebro aparece la playa donde corría persiguiendo y ladrando a las olas antes de que estas se fundieran con la arena. Arruga la nariz y siente la humedad y la sal, pero también le llega otro olor que no le gusta. Entonces, sobresaltado, abre los ojos de golpe y se sienta con los brazos estirados. Sin pestañear, observa todo el cuarto y se da cuenta que esa corriente de mal olor viene del punto central de la habitación. Por segundos, percibe briznas de hedor mezcladas con el olor al amo. Ese olor desagradable es igual al de la última rata que escondió en el jardín tras haberla cazado, o el que tenía la herida de su pezuña hasta que el amo se  la curó. 

Intrigado, se incorpora y, dando pequeños pasos, camina entre un mar de piernas y sillas hasta alcanzar el medio del salón, el lugar preciso de donde emana el olor que le confunde. Se incorpora sobre las patas traseras apoyando las delanteras en el borde de la caja. Entonces lo ve. Es el amo. Tiene los brazos cruzados en el pecho y los dedos entrelazados sobre el estómago. Parece dormir. Tino adelanta los omóplatos y le lame las manos para que le mire. Repite el mismo gesto que siempre hizo al terminar de jugar aunque en esta ocasión lo acompañe de gemidos y un pequeño ladrido.

No lo puede hacer más, alguien por detrás lo agarra del collar y lo retira. 

El amo no se ha despertado.

 

(Continuará)

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