No es fácil crecer sin sentir los labios de tu madre antes de dormirte, sin que sus dedos se deslicen por tu frente cuando te has constipado. Javier lo sufrió desde que tuvo cinco años. Los abuelos le cuidaron, pero eran muy viejos y con muchos achaques como para sustituirla. 

El padre, Francisco, nada más enterrarla, se marchó a trabajar a Brasil. Fue puntual, no falló un solo mes durante veinte años enviándole dinero; así la ropa, la comida y los estudios, incluso los caprichos, estuvieron siempre cubiertos. Pero lo que nunca recibió Javier  fue una carta o una llamada suya cada celebración de cumpleaños. Tampoco le sujetó el sillín cuando estaba aprendiendo a montar en bici ni dieron juntos unas cuantas patadas al primer balón de futbol que tuvo. Francisco prefirió talar la selva o dejar preñadas a las indígenas y a Javier solo le quedó el recuerdo de alguien altísimo y de brazos musculosos, de cerrada barba y ojos como meteoritos, muy distintos a los suyos claros. Esa imagen de su padre, y la de los últimos instantes de vida de Aurora, su madre, permanecían inalterables a pesar del tiempo transcurrido.

Por eso, Javier llevaba una foto de Aurora sonriendo, jovencísima y con las mejillas sonrosadas, de fondo en su teléfono movil. Por eso, fue como el choque de trenes cuando la miró antes de aceptar la llamada y escuchar aquella voz.

—Hijo, quiero verte. He regresado hace una semana, por fin me he jubilado, y me parece que es el momento de recuperar todo lo que nos hemos perdido estos años.

—¿Papá… eres tú? Dos décadas sin escuchar una palabra de tu boca, no esperarás que salga corriendo a tu encuentro.

—Javi, en serio, quiero pedirte perdón mirándote de frente. Sé que lo tenía que haber hecho mucho antes pero me volqué en el trabajo para olvidar lo que nos había pasado. Te lo ruego, aunque solo sea esta vez, accede a comer conmigo mañana. 

Por descontado que en esa primera llamada no le iba a hablar de los marcadores tumorales, pensó Francisco al mismo tiempo que esperaba la respuesta de Javier.

El restaurante era uno en el que mesas, cubiertos, cuadros y lámparas te hacían levantar las cejas desde que cruzabas la puerta; todo tenía, o lo parecía, más de un siglo, aunque su estado de conservación fuera excelente. Frente a la mesa que ocuparon había un daguerrotipo que mostraba a un grupo de ‘Yanomani’, lo que le sirvió a Francisco de bomba de achique para el porque de su huida y el de su largo silencio. Fue triturando la verdad hasta retorcerla; mendigando el perdón con el único propósito de conseguir una mano que apretara la suya cuando llegara el final, aunque durante ese reencuentro tampoco pensaba contarle lo del mes de vida que todavía le quedaba.

Javier habló muy poco, se dedicó a ser muy paciente y a soltar hilo igual que haría un pescador de atunes con caña. No tardaría en cansarse de aletear, pensó. El inesperado anzuelo que ya tenía dentro de su boca lo impediría. Entonces, llegaría el momento que tanto había esperado.

La botella del Ribera del Duero que Francisco bebió prácticamente en su totalidad, sumada a la segunda copa de Cardenal Mendoza tras el café, abrieron su esclusa de las lágrimas.

—Vamos, papá… lo que faltaba… Los camareros no nos quitan ojo porque están deseando recoger e irse. Este espectáculo no les interesa.

—Es que abandonarte, hijo, fue como cortarme un brazo — tapándose la cara con las manos, sollozó unos segundos antes de continuar — … pero aquella imagen de tu madre muerta sobre la acera y tú llorando en el balcón, me perseguían, necesitaba alejarme, estar en otra galaxia. De no haberlo hecho, yo también me habría arrojado al vacío… 

Busca los ojos de  Javier que, abochornado, manipula la pantalla del móvil para ver la foto de Aurora; pero le queda todavía una última frase: 

—Javi, lo que ocurrió ese día, ¿tú lo habrás olvidado, verdad? Apenas levantabas un palmo del suelo.

—Sí, por supuesto — responde Javier sin que se le note la bilis que le remueve el estómago y continúa: —Déjalo ya… ¿por qué no vamos a mi apartamento y así lo conoces? Está a la vuelta de la esquina. Te puedo hacer otro café y aunque Coñac no compro, tengo un orujo casero que te gustará.

Francisco se ha repanchigado en el sofá de piel y la bomba de la cafetera suena como si alguien escarbara en la tierra. La nevera pita porque, sin dejar de mirar a su padre, Javier se la ha dejado abierta tras sacar el licor y rebuscar el frasco con cianuro de hidrógeno en el fondo del cajón donde guardan las servilletas. Se asusta al oír el «piii piii» y casi se le cae de las manos pero Francisco no ha escuchado nada. Se encuentra arrullado por el sopor del alcohol y por oleadas de calor que ascienden por su pecho desde que Javier le puso la mano en el hombro al entrar. Ha sido más sencillo de lo que esperaba, piensa Francisco mientras los cojines de plumas parecen acariciarle.

—Te va a gustar, me lo traen de Galicia, de la aldea donde nació el abuelo — le dice Javier cuando deja la bandeja sobre la mesita y se sienta en una silla frente a él.

No quiere dejar de ver sus ojos, las venas del cuello, sus manos cuando tenga los primeros espasmos. Siempre soñó que aquellos brazos que empujaron a su madre, se volverían de goma un minuto antes de que él lo arrojara al vacío. No será necesario. Con el primer sorbo, el abismo por el que caerá empezará a abrirse.

—¡Qué rico! Sabe a almendras amargas — y Francisco vuelve a beberlo. Pequeños sorbos. Una, dos, tres veces más.

Francisco ve en la mirada de Javier, la de Aurora tras la discusión que tuvieron. Unos ojos silenciosos pero que le gritan lo que no desea escuchar, unos ojos que se vuelven lanzas cuando ella se gira y entra en la terraza. Unos ojos en los que ya veía que lo abandonaría. Pero no como ella quería hacerlo sino chocando contra el hormigón.

Bebe el último trago casi al mismo tiempo que la primera náusea aparece. Necesita inspirar dos veces seguidas porque el aire no le llega a la garganta. Se pasa la mano por ella, la masajea y, de ahí, la lleva hasta el pecho. 

Con la siguiente convulsión adivina por qué Javier, desde que se ha sentado, no ha movido un solo músculo y no deja de observarlo, sonriendo a la vez.  Aquellos ojos azules de niño que lo miraron con terror, son ahora un espejo cóncavo que le devuelven el crimen que cometió.