Sí, señor comisario, le diré todo lo que sé. Aunque yo, Luisa Expósito, solo me acuso de haber matado a mi esposo. Es cierto, llevaba un día muerto, pero ¿esto importa? Además, quizá no me crea, pero le vi sufrir mientras lo hacía. Estoy convencida de que el alma tarda un tiempo en irse de nuestro cuerpo aunque el corazón se haya parado. A pesar de que nadie lo vea ya, no quiero que esa cara con la que le he dejado arda en tan solo unos pocos minutos junto a su bonita caja de pino. Qué sufra como sufro yo ahora, qué se pudra poco a poco en un nicho.
Antes de nada, escúcheme, déjeme que le cuente la verdad de lo que ha ocurrido, y luego decida de qué acusarme.

Llevamos, bueno, llevábamos casados treinta y ocho años. Siempre los dos solos, nunca tuvimos hijos y tampoco quisimos averiguar la causa. Él, mi Fernando, trabajaba muchas horas cada día como administrador de fincas urbanas, o eso pensaba yo hasta ayer. Pero no se crea, era entrar por la puerta de casa al acabar la jornada, cenar una ensalada y unas lonchas de jamón ibérico o una tortilla francesa y… sí, sé que lo del jamón o la tortilla francesa es irrelevante, señor comisario, pero yo soy así, detallista… Como le iba diciendo, cenaba y, sin ver la tele ni nada, a la cama, en donde mi Fernando era único. Yo no he conocido más hombres, pero dudo mucho que otro cualquiera fuera capaz de hacerme sentir lo que él. Recién casados, era dos y tres veces cada noche. Con los años, lo fue espaciando. Ya sabe, la edad que no perdona. Últimamente, solo los viernes, aunque con la misma intensidad que un veinteañero. Me contó que el médico le había recomendado unas pastillas, por el corazón, decía… No me acuerdo cómo se llaman, solo que son azules. En la mesilla del dormitorio me parece que las guarda.

Este jueves, cuando por la tarde me llamaron del hospital porque mi marido estaba en la UCI, pensé que a mí también me daba un infarto antes de acudir a su lado. Fíjese como estaría de atolondrada que ni me calcé y me fui con las zapatillas de felpa. Tampoco puse atención en aquella mujer que me abrazó nada más llegar. Yo no podía contener mis sollozos, pero, al ver los de ella, enseguida comprendí que mi marido ya no respiraba.
La mujer del abrazo se marchó sin decirme nada y, al rato, me quedé sola en la salita de la máquina del café. Mis lágrimas se habían tomado un descanso. Entonces fue cuando llegó aquel hombre del traje gris con gafas de pasta. Aunque hablaba en voz muy baja y entre suspiros, no tardé en saber lo que quería. «Por supuesto, la caja más cara y media docena de coronas» le dije para que ya no siguiera enseñándome catálogos. «Y sí, me parece bien la música del cuarteto de cuerda y los aperitivos en el tanatorio; quiero la mejor despedida para el mejor de los esposos».
El dinero no era un problema, además del chalet de Jávea, en el banco había varios millones, mi Fernando había ganado mucho vendiendo y comprando propiedades. Le firmé los papeles que me puso delante y, nada más terminar el café, sabiendo que sin ocho horas de sueño yo no era persona, me dije: «Ahora, Luisa, vete a casa y descansa. Además, a él no le gustaría verte hundida».

Eso hice, aunque no se crea que fue fácil, solo gracias a las dos copitas de ginebra y las pastillas de dormir conseguí descansar. Por la mañana muy temprano, es decir, ayer, salí de casa. Hasta mi peluquera me hizo el favor de abrir antes para peinarme. Delante de la cristalera de entrada al tanatorio vi que mis zapatos de medio tacón negros estaban relucientes y que la falda plisada larga, junto a la chaqueta, me hacía parecer más joven. Pero no se crea, y menos por cómo voy vestida ahora, entonces iba de riguroso luto. Solo quería que a él, estuviera dónde estuviera, le gustase verme.

Y sabe usted, mi Fernando estaba guapísimo. Más que nunca. Permanecí un buen rato pegada al cristal, llorando y diciéndole todo cuanto le quería cuando apareció ella, la mujer que me había abrazado en el hospital. Entonces sí que la miré de arriba abajo. Tenía los ojos verdes, el pelo rubio y, debajo del vestido gris, se adivinaba un cuerpo bien formado. Era como verme a mí misma solo que con treinta años menos.
Enseguida me besó y, cogiéndome una mano con las suyas, me dijo:
—Luisa, tenemos que hablar. Mejor que sea yo quien te lo cuente.

A partir de ahí el cielo se me nubló y la tormenta arreció como un huracán al explicarme que Fernando y ella llevaban diez años de relaciones, que habían tenido dos hijos, la pequeña de apenas unos meses, y que, claro, ellos también eran herederos, que mejor si nos comportábamos como personas civilizadas. ¿Cómo personas civilizadas? ¡Vaya civilización esta que convierte en legales a los bastardos!
Yo no podía contestar y ella no paraba de hablar y hablar. Incluso me dijo que  Fernando también me quería, pero ‘a su manera’.
Con la excusa de no encontrarme bien, me senté en una butaca. Todas las visitas pensaban que estaba muy afectada. No era así, me sentía como si me hubiese caído a un lago helado. En lo que quedaba de día no volví a ver la cara de mi esposo. Esa expresión de angelito no me volvería a engañar, no, y entre apretones de manos, besos y abrazos a gente que no conocía, fui decidiendo qué hacer.

Por la noche me acerqué a casa a por todo lo necesario, incluyendo este vestido de fiesta granate y escotado que él nunca me dejó ponerme en público, regresando de madrugada al tanatorio. A esas horas no esperaba visitas y todos se habrían ido a descansar. Tampoco fue difícil entrar en la salita del féretro. «Un último abrazo» le dije al de seguridad y este, con ganas de seguir dormitando, me abrió la puerta.
Me puse los guantes de fregar y el delantal para no mancharme, pero con un solo tajo del cuchillo jamonero se lo rebané. Sería porque era viernes o por la de pastillas que sabe Dios tomaría con la otra mujer. El caso es que tenía aquello como el mástil de una bandera. Mejor así, será más fácil, pensé. La cabeza me llevó mas rato, ahí tuve que usar el serrucho, no había manera de desprenderla del cuerpo. Luego, la decoración final, quiero decir, el poner su cabeza entre las manos y con el pene en la boca, ya fue coser y cantar. ¡La mejor manera de acabar nuestra última noche de viernes!
Tapé las salpicaduras como pude con las flores de las coronas y cerré las cortinas por fuera. Luego, ya cuando amaneció, me quité el delantal, me pinté como si tuviera veinte años, y esperé a que todos llegaran. El entierro sería al mediodía.

El cuarteto interpretaba el ‘Candle in the wind’ cuando llegó ella y descorrió las cortinas. El resto, ya lo sabe usted. Me detuvieron y me trajeron hasta aquí.
Es de esto de lo que me acuso. Pero sobre lo que me preguntaba al principio, si sabía quién había transferido todo el dinero de mi Fernando a una sociedad en las Islas Vírgenes, le juro que yo no sé nada.


Photo by Iglesia en Valladolid