Eran tiempos de posguerra y no solo de silencio se llenaban las calles sino, sobre todo, de miseria. Por una de esas calles ya olvidadas por la frágil memoria que siempre nos atenaza, vagaban dos muertos de hambre buscando algo que echarse a la boca. Por mucho que buscaban, poco o nada hallaban y sus estómagos se quejaban recordándoles lo que debían de estar sufriendo sus respectivas proles. ¿Quién les había mandado tener tantos descendientes en una época como esa? Ellos tenían demasiada hambre para responder, de modo que por ellos contestaba la naturaleza con su sentido común y su instinto de supervivencia.

Luego de que hubieran revuelto hasta el último cubo de basuras, el más alto de los dos decidió protestar.

-No puedo dar un paso más- dijo con la voz quebrada y el tono rebelde. Miraba las luces de las casas y no podía menos que envidiar a sus moradores, calentitos y saciados frente a la estufa.

-Yo ya veo visiones-corroboró el más bajo con energía- comida, no veo más que comida.

 

Ambos permanecieron mirando el último cubo de basura examinado. Parecían estarse viendo reflejados en su sucio metal. El más bajo de los dos suspiró.

-Esto no puede seguir así. Es más de lo que podemos soportar; ya ni basura encontramos en la calle.

-¿Y qué propones que hagamos?

Los ojos del más bajo deambularon por las ventanas más cercanas hasta que se elevaron hasta la casa de la colina. Sus pupilas brillaron de ambición.

-Propongo que busquemos comida en esa casa- dijo señalando a lo alto del pueblo.

A su compañero se le atragantó la garganta, sintiendo al mismo tiempo un leve desvanecimiento. Había oído tantas cosas horribles de ese lugar. Otros ladrones como ellos lo habían intentado y jamás habían regresado.

-¿Estás loco?, ¿a la mansión?

-¿Qué tiene de malo?- refunfuñó reprochándole con la mirada su cobardía-, ya hemos entrado en otras casas.

-Sí, pero esa es muy peligrosa; ya sabes cómo se las gasta el guardián.

-Me la pela el guardián. Además no son más que fantasías, bulos que sueltan para que nos los traguemos y ni siquiera intentemos entrar.

El más alto miraba a la casa aún más atemorizado.

-Pues yo me los he tragado; ahí no voy- sentenció.

-Estúpido- gritó su amigo-. ¿No te estás cayendo del hambre?, y los tuyos, ¿no se mueren de hambre también?

-Sí, pero…

-Pero Nada- volvió a gritar-. En esa casa se acumula la comida; nadan en la abundancia; dicen que incluso desayunan con mermelada- y se quedó con su imaginación fija en la confitura soñada.

-Bueno, eso no son más que fantasías, bulos que sueltan para que nos los trague…

-Calla ya con eso, imbécil- le interrumpió-. No me tomes el pelo. Además, aquí mando yo y digo que iremos.

-No, no. ¿Y el guardián? Cuentan cosas terroríficas de él; los últimos que lo intentaron aparecieron degollados- dijo con todo el dramatismo que pudo intentando convencer así a su amigo.

-¡Que no hay guardián, leches!- gritó dándole una colleja. Lo cierto es que él no estaba muy seguro de que realmente existiera un guardián en la mansión y de que fuera tan brutal como lo pintaban; solo sabía que tenía hambre, mucha hambre y no estaba dispuesto a regresar a su morada sin nada que llevarse a la boca-, así que andando.

Por mucho que su amigo le insistió, nada pudo hacerle entrar en razón; de hecho, caminaba decidido, casi con frenesí hacia lo alto de la colina mientras su compañero le seguía rezagado.

-Mira- señaló feliz-, solo hay luces en el piso superior.

-Sí, pero habla más bajo, ¿quieres?

-Calla, cagón; ahora es solo cuestión de que andemos con sigilo, ¿entiendes?

-Claro- contestó sin apartar la vista de la imponente casa. A cada paso que daban sentía el más alto de los ladrones que la puerta de la mansión se convertía en unas enormes fauces dispuestas a engullirlos. Admiraba la entereza de su amigo y quizás, solo quizás, por eso le seguía en sus hurtos. Aún así, cualquier leve sonido que escuchara o pequeña sombra que se moviera en la oscuridad le dejaba petrificado.

-Perfecto- anunció el más bajo al llegar a la ventana-, el calor de la noche nos favorece: la ventana está abierta.

-Ya lo veo- confirmó su compañero sin mucho convencimiento.

-Cálmate de una vez, ¿quieres? ¿No ves que no hay ningún guardián? Estos de aquí no se enteran de nada. Entramos, saqueamos su despensa, que seguro que les debe de sobrar de todo, y nos largamos a casa.

La noche, en efecto, era calurosa, de las más calurosas de ese verano del cuarenta y seis. Trepar hasta la ventana e introducirse en el majestuoso salón resultó mucho más fácil de lo que esperaban. Si el miedo no había conseguido callar al más bajo de los ladrones, si lo había conseguido el lujo de aquella casa. Ambos se miraban entre admirados y ofendidos por tanta riqueza, convencidos de que su acto vandálico, en aquel casa, estaba más que justificado. Unos con tanto y otros con tan poco, pensaban.

Al salir del salón, el más bajo pudo reponerse de su impresión.

-¿Ves, imbécil?- le espetó en susurros-, ni rastro de tu guardián. Ya has visto lo forrada que está esta gente, ¿no?, pues venga, busquemos la despensa.

-No sé, no sé- decía desviando sus ojos a todos lodos-, esto no me huele bien.

-Ah, calla ya con tu pesimismo. Nos morimos de hambre y mira cómo viven aquí. No tengo ningún escrúpulo en robarles, y tú tampoco deberías tenerlos.

-Y no los tengo; lo que tengo es miedo.

Su sentido de la orientación les decía que su objetivo no debía de estar muy lejos. En su lento y sigiloso avance no bajaban nunca la guardia, observando siempre desde la esquinas antes de entrar en las habitaciones.

-Esto debe de ser el dormitorio de la criada- dijo el más valiente de los dos-. Menudo susto si nos ve, ¿eh?- añadió con sorna-. Hoy es nuestro día de suerte; se ve que no está.

-Le habrán dado el día el libre.

-Bueno, pero me hubiera gustado verla gritar y correr al vernos, como la del otro día en la casa de la Iglesia.

-Sí- dijo él sonriendo por primera vez-, eso estuvo bien.

-Venga, sigamos.

De pronto, en medio de sus sonrisas, un espectáculo inconcebible para ellos se les presentó dejándoles inmóviles: nunca antes habían visto una cocina como aquella. Solo de verla se quitaba el hambre. Montones de frutas rebosaban de hermosas cestas de mimbre; paneras repletas pues de eso, de pan; dulces de merengue fresco, yemas de Santa Teresa, queso, mucho queso.

-Fíjate-dijo el más bajo incrédulo-, se han dejado el queso sobre la mesa. Te lo dije, que les sobra la comida.

-Sí-dijo el más alto relamiéndose y empezando a desterrar su miedo.

Su suerte era aún mayor: se habían dejado la puerta de la despensa abierta.

-¿Ves lo que estoy viendo?- preguntó el más bajo empezando a salivar.

-Es un sueño, estoy soñando- le contestó hipnotizado.

-Pues tenemos el mismo sueño.

No sabían por dónde empezar, aunque su instinto les llevó directamente al queso. Roían y roían olvidando su hambre, su prole, sus miedos, sus precauciones. Se habían introducido tanto en el enorme queso que no advirtieron la presencia del guardián de la casa quien, ante tan sugestiva visión empezó a relamerse el bigote y a sacar sus afiladas uñas. Con el absoluto sigilo que caracteriza a los mininos, se colocó en posición de ataque, calibró bien la distancia dándole a su trasero un movimiento pendular y, de un salto certero, se abalanzó sobre los dos ratones.