No me canso de mirar el reflejo de la luna

desde estas rejas de una habitación callada.

Todos duermen y a mí me nacen flores en la clavícula

como si se acercase el día de mi funeral.

Fui ese cristal roto en la cocina una mañana de primavera

cuando siempre vas descalzo,

ese poema arrugado en la papelera de la clase de ciencias de la Salud,

una sonrisa hecha trizas por el camión que me rompió los dientes.

Pero, ahora, ya no me duelen los pies por los cortes del cristal,

no he vuelto a escribir

y mi sonrisa ya no sale de casa,

está en cama por haberse herido hasta el final.

He aprendido que la gente se desvanece muy rápido.

Algunos se van sin decir nada porque quieren

y otros se van sin querer dejándonos el discurso roto

y las lágrimas de cristal cortándonos los pies.

Todos tenemos algún abuelo en la memoria,

alguien por quien llorar

y alguien a quien recordar antes de apoyar la cabeza en la almohada.

El mundo es de los valientes

y yo solo he sido esa cobarde que tiene miedo de no volver a verte.

No es mi mundo.

Pero tendría que deciros que yo también me desvaneceré rápido,

que ahora comprendo el miedo de mi madre cuando llegaba tarde a casa,

el llama cuando llegues,

el recoge tu habitación, el estudia.

Y no, no tengo hijos, pero tengo gente a la que adoro.

Gente que si se desvaneciese, no podría seguir siendo yo.

Por eso haré como que mañana moriré.

Decidle a mi antípoda de la habitación de al lado

que me ha enseñado a querer ver esos ojos todas las mañanas,

que su cara y la mía es solo un capricho de Mendel,

aunque me supere en belleza e inteligencia.

Decidle a mi chica de negro que los días de luto pasarán,

que esa sonrisa a media asta tornará en la ternura de siempre.

Decidle a mi caballero andante,

ese chico con la sonrisa más bonita, que sí,

que en otra vida leeré su libro favorito

y seré la actriz con la que sueña y a la que besa sin que lo dicte el guion.

Decidle a mis chicos que son mi sombra,

mi lotería y mi apoyo antes de entrar en cualquier cama

y en cualquier aventura de esas en las que el prota baila el olivarito

mientras discute sobre alcohol con esa chica a la que debería adoptar mi madre.

Decidle a mis padres que gracias a ellos soy como soy.

Que no he nacido en la familia equivocada.

Decidle a mis caminantes que llegarán a Santiago,

que llevan muy buen ritmo y que los 64 son la edad dorada de la edad de hierro.

Si muriese mañana, me daría miedo no haberos dicho lo suficiente,

no haberos abrazado lo suficiente por esa desgracia de vivir en el lugar equivocado.

Solo espero que el mañana tarde en llegar,

pero si mañana en verdad me muero, podré decirte, abuelo,

lo que te fuiste sin saber.

Que necesito que mates al monstruo de mi armario como hacías antes,

que no entiendo por qué estás allí si eras más vida que la muerte.

Que te has llevado el cepillo de dientes con tu sonrisa

y aún nos duele la vida ver vacío el vaso del baño,

queremos recordar que vale la risa todo lo que hacemos,

aunque a veces se nos olvide.

Lloramos, claro que lloramos,

pero nadie nos quiere mirar las lágrimas que se hacen transparentes

al cruzar la frontera de unos labios sin curva.

Sonríe y media por mí ante San Pedro.

Mañana nos vemos.