Me niego a ir. Si me dicen algo diré que no me ha llegado la invitación y que ni mi madre ni mi tía me habían dicho nada. Pero Ana se enfada. Dice que tengo que ir y que me acompañará. Que en estos eventos se liga mucho y ella siempre sale victoriosa. Y aquí estoy. En un probador pequeño del Corte Inglés peleándome con esta cremallera que no cierra. Dicen que me queda bien, que parezco una mujer y todo. Pero yo me siento rara. Quiero mis vaqueros y mis playeras. Estos tacones de tres metros me ayudarán a hacer el ridículo para no variar. Y por si fuese poco, tengo que entrar en la iglesia y hacer con que lloro cuando los novios se besen.

Menos mal que la comida me pondrá de mejor humor.  Me imagino un cordero asado o algo parecido.

Llega el camarero. Salivo. Abro los ojos demasiado. Levanta la tapa y… me entran ganas de llorar.

Una hamburguesa como el tapón de una botella y un pimiento verde que adiviné con la lupa. Media hora después comenzó el baile y lo mejor de la noche: barra libre. Me atrincheré en un taburete de la barra y comencé a beber. En el cuarto mojito se me acercó el tío soltero del novio. Era mayor. Bastante. El pelo canoso y ese traje negro de corte moderno me hacían dudar en cuanto a su edad. Era una especie de rockero camuflado en un cuerpo de jubilado feliz. Se pidió un Martini y bebimos mientras apostábamos por la fecha del divorcio.

Él acertó y nos casamos.

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