No podía pegar ojo. Las letras tomaban forma en su cabeza creando las palabras que no le dejaban dormir. Ponía letras a todas sus acciones. Palabras a todos los sabores. Si besaba, no disfrutaba del contacto, sino de la palabra “besar” que se formaba en su cabeza hasta oprimirle las neuronas contra la garganta. Nadie conocía tanto las palabras como ella, que había nacido de las letras. Nadie disfrutaba tanto del sonido al pronunciarlas como ella. Se deleitaba con cada movimiento de labio, con cada matiz diferenciador de significado entre palabras aparentemente sinónimas. Se pasaba los segundos buscando antónimos para cada palabra que veía escrita en el vagón y disfrutaba de la lectura como nadie. Pensaba que los libros no debían tener portada, sino mostrar sus letras al mundo, ser un caramelo sin envoltorio que adorne su contenido. Las palabras solas se bastan para adornarse a sí mismas, para ser canallas y dulces a la vez. Una palabra no es igual en cualquier momento del día, no es lo mismo pronunciarla en Cáceres que en Cádiz. Amaba tanto las palabras que obviaba los colores, no veía monumentos ni flores, se enamoraba de cada trazado, de cada curva y de la sonrisa torcida de la Ñ.

Qué desastre. Qué cornada. Amar aquello que destroza todo. Querer aquello que nace de la nada. Enamorarse de las palabras. Amar las letras por encima de la vida y abrazarse a ellas como si fuesen la muerte más bonita del cementerio.