Cuentan que hace tiempo existió un Dios protector, que defendía los vocablos errantes y extraviados; ante la soberbia, la intolerancia y los espíritus sobrados; incluso aquellos que marginados por nimios, en su exilio dejaron de latir, como si su naturaleza arrastrara el estigma del destierro, del arrabal y la poquedad. Y se malinterpretan o mal aprecian por prejuicio o dolo, sin darles oportunidad de alcanzar su potencial y madurez, incluso explorar la viabilidad de sus pasos párvulos o de su segundo aire, en la voluntad manifiesta por su anhelo de desarrollo encauzado a erigirse como palabras dignas para reconstruir. Lo mismo para aquellos que cultivados en la academia engrosaban los volúmenes de las bibliotecas y tratados lingüísticos. Había también los engrandecidos en el entendimiento de intelectuales facultados, eruditos que conformaron y fortalecieron su vocación innegable, o los que adornaban la labia en el ennoblecido y apreciado discurso de un rey ante la plebe. Todos loables e irrefutables, pero en su camino distinguido y justipreciado se olvidaron de su origen humilde; el esfuerzo generacional sostenido e imperfecto, para y hasta construir la lengua.
Y que el primero en su condición de Dios, confirió el maravilloso Don de la palabra a los insomnes, por el cual de manera inmediata reclamaron los calmos y sosegados. ¡Pero si nuestra cordura rutinaria da plenitud a las cosas! Y nuestro sístole nunca se descompasa con el consuetudinario diástole; por emotiva, conmovedora, profunda o loca que sea una convocatoria. ¿Cómo puedes preferir a un incesante y obseso, peleado a muerte con Morfeo, para ser el depositario de tan pretendido Don?. El Dios misericordioso, -como sino repetible de todos los dioses-, en un gesto expresivo y apacible, -gesto también propio de todas las deidades- respondió. Los insomnes son incesantes, porque su lucha permanente por lo nuevo no tiene descanso, igual los motiva una pasión o los desvela una injusticia, así como el proyecto utópico de construir sobre los escombros y en la desesperanza, con palabras de por medio. A éstos les basta pensar, ¿cuántas olas tiene el mar?, ¿cuántas alas tendrá el cielo?, ¿habrán cenado todos los perros? para que el insomnio siente sus reales. Amén, cuando asolan los fantasmas de la duda. Y el sosiego sólo se restaura con los anhelados besos confeccionados a modo y esparcidos con alevosía por una musa inesperada, instruida divinamente en asuntos de letras y de pieles. Que por supuesto acicateaba a los susodichos, con su condición inspiradora y sus irresistibles encantos de fémina iluminada y celestial, dignamente comparables y nada que dar a las diosas de barrio terrenales, que ocupan mayormente las horas duermevela de los incesantes. Pero, el Dios; el mismísimo que escuchó un canto de sirenas, en el arrullo de éstas inconfesables criaturas. Decidió darles un motivo de sí, humano e insustituible, propio de su estatura; a estos desafiantes que hacen suya la causa de anudar los apegos a fuerza de palabras. Convocando a no flaquear en el esfuerzo de construir esperanzas en un mundo trastocado por el interés y las imposturas. Y una razón suficiente para buscar argumentos que aclaren las oscuridades, que se aposentan entre los despojos anímicos del vacío que nos legaron los infaustos, y que lastra a los indolentes. Para ayudarles a los incesantes a convertir el duro insomnio, en razón suficiente para buscar impulsos y motivos que destierren de raíz las tinieblas de quienes renunciaron a la magnanimidad y benevolencia de la palabra.