Tengo una alma constante
aderezada con salsita de hambre
que busca las certezas de la humildad
y el manso sosiego de las soledades.
Habitante de la luz que emanas,
huésped de un cuerpo magro
al que le reconoce sus fatigas;
se reinventa con el sol,
colecciona atardeceres, lluvias,
lo mismo que aromas de azahares
y cúmulos del cielo azul,
en el cuenco de mis manos
para los días de pena,
menores desde que tengo un perro,
que también reconoce mis fatigas,
y homenajea con el difícil arte de la espera.
Y nunca ve más verde el jardín del vecino
porque sabe que la ventana es nuestra.
Compañero de nubes, apegos y tardes solitarias,
presiento que tiene un corazón lunar
donde una estrella titila
sobre su borde más cercano.
Se acerca al alma mucho a mucho…
Y a mi poco a poco,
para no sobresaltar un corazón
que construye sobre escombros y soledades.
Soledades
disueltas en el profundo silencio
de la tarde desvaída.
Ahí encuentra calor y se reencuentra
como quien se mira atento en el espejo.
En el inmenso abrazo de un cielo rojo
donde se refleja la grandeza de los sueños.
Y la voz de un Dios piadoso que reclama:
Dejad que se acerquen más los perros.