¿Qué contarle a Usted del caso que Usted crea que no sabe? Y si cree que ya sabe: ¿cómo puedo despertar su interés en seguir leyendo?
Escribir en estos tiempos se hace difícil y más cuando se trata de estos temas. Todas las palabras suenan gastadas y, lo que es peor, pareciera que sólo sirven para transmitir ideas viejas. Será por eso que mientras las escribo, las siento como pequeñas manchas de sangre negra que salpican y empañan la ventana.
No obstante, aquí estamos. Yo, cual Lazarillo, buscando cobijo en Plinio y esperando que alguna cosa provechosa encuentre Usted en lo que yo escribo. Y Usted, probablemente copa en mano, confiando en que yo me equivoque y, a la vez, apostando a que el tiempo que dedique a esta lectura no sea del todo desperdiciado. Nos deseo buena suerte a ambos.
Dicho esto, volvamos al caso. Aclaro que no voy a tomarlo por el principio; creo que mi historia es de lo menos relevante. Además, es seguro que, durante el tiempo que lleguemos a compartir, vayan surgiendo noticias sobre mi persona. Baste por ahora con decir que me he interesado en estas cuestiones desde temprana edad y que es muy probable que ese interés precoz sea el que explique la situación en la que hoy me encuentro.
Comenzaré entonces por el pasado inmediato.
Ayer noche me dormí pensando en el reloj del fin del mundo. Mi último pensamiento, antes de quedar atrapado entre el sueño y la vigilia, estuvo dedicado a escuchar con claridad a ese reloj dar las doce campanadas.
Entenderá mi sobresalto y convendrá conmigo que cualquiera hubiera dejado la cama dando tumbos y se hubiera lanzado a la ventana para ponerse a espiar por las rendijas.
Lo que quizá no le resulte a Usted igual de comprensible es mi reacción frente al panorama con el que me encontré.

Lamentaciones.

Nada había pasado. La ciudad se veía igual. La misma quietud, el mismo sopor. El mismo silencio pesado que agobia cuando gobierna el miedo y la muerte acecha.
Con gran pesar volví a acostarme, con la promesa de regresar a la ventana en unas horas.
Cumplido el plazo, así lo hice.
Ya de día, la ciudad seguía estando allí, más iluminada pero idéntica a sí misma. Replicada en miles a través del mundo; ensordecida por el exceso de declamaciones y enceguecida por la ausencia de convicciones. Indiferente como sólo puede estarlo aquel que no sabe. Porque la cuestión es esa: la gran mayoría cree que sabe, pero no cree. Entonces es como si nadie supiera. Y así actúan todos, cual ignorantes, cuando en realidad son nada más que una parva de incrédulos bien informados.
Ahora me he puesto a observar a las personas mientras transitan. Unos van más rápido que otros; unos más gachos que otros. Pero todos van igual de ensimismados. Conectados e inconexos. Paradojas ambulantes disfrutando de una banalidad sufriente. Embotellados que transcurren por la cinta como si lo único que no estuviera garantizado es el mísero lugar al que aspiran en el mundo construido. El pequeño nicho trivial.

Dejo de mirar por la ventana y pienso: la incredulidad es, al mismo tiempo, clave para la supervivencia y fin de la vida.
Miro el reloj mientras la tierra se resquebraja bajo nuestros pies, pronta a engullirnos.
Ni la causa ni los efectos son importantes. A estas alturas, poco podemos hacer para revertir el proceso y prácticamente nada para evitar las consecuencias.
Entonces, ¿para qué?, se preguntará Usted. ¿Para qué contarle lo que ya sabe y respecto de lo que nada puede hacerse?
Quizá nada más busque con quién reírme, si es Usted de los que saben y creen en lo que saben. O de quién reírme, si todo sabe, pero no nada cree.