Me bajo del tren sin mirar atrás, igual que me había marchado aquel día de hacía casi veinticinco años con una escueta maleta en la que cabía lo poco que quise llevarme de esa casa a la que nunca pude considerar un hogar. Unas gafas de sol pasadas de moda me ayudaban a ocultar el ojo morado, aún en carne viva, y que me avergonzaba a cada pulsación que sentía. Me avergonzaba porque me hacía creer que era tan poca cosa, porque me recordaba todas las humillaciones que había sido capaz de aguantar con absoluta pasividad, llegando a convencerme de que no merecía nada mejor.
Hasta aquel día. Precisamente aquel día hice acopio de las escasas fuerzas que me quedaban, arramblé con todo el dinero que pude, unas diecinueve mil pesetas entre billetes y calderilla, y me fui dejándolo todo atrás, dispuesta a empezar una nueva vida lejos de aquello que había conocido. Sabía que tenía que partir de cero. Nada de lo anterior me he era querido. No lo necesitaba. No me importaba a dónde ir. Simplemente, al llegar a la taquilla pedí billete para el primer tren que saliera.
No tomé la decisión de manera consciente porque para ello se necesita voluntad, algo de lo que yo carecía. Fue cosa de mi instinto de supervivencia que, sin darme yo cuenta, tomó el mando de la situación cuando ya me sentía totalmente derrotada. Aquel tren que tomé al azar me condujo a Madrid, ciudad en la que nunca antes había estado. Cuando bajé en Atocha, sentí que ese nudo gordiano que era la estación representaba la encrucijada de mi vida. Estaba desorientada y no sabía hacia a dónde dirigirme. Busque un hostal barato en los alrededores, con la intención de que el dinero me cundiera al máximo. La cuestión económica me acuciaba y sabía que necesitaba un trabajo. Por casualidad, en la pensión donde me hospedé buscaban una chica para ayudar en la limpieza. Me pareció que aquello era una buena señal. Una señal de que mi suerte iba cambiar y acepté. El sueldo no era muy bueno, pero el alojamiento y la manutención estaban incluidos. Además contaba con un día libre a la semana para darme una vuelta por el Retiro. Sabía que eso me bastaba para comenzar de nuevo.
Tampoco recuerdo esa época con demasiada nostalgia y no caeré en el error de decir que me fue fácil salir adelante. Era duro para una joven como yo: sin formación, sin parientes, sin amigos. La soledad, el no poder contar con nadie de mi confianza, hacía que todas las noches me durmiera llorando. Pero con paciencia y tesón lo logré. Poco a poco, paso a paso. Al cabo de un tiempo conseguí un empleo mejor. El día que pude mudarme a mi pequeño piso de alquiler me encontraba exultante. ¿Era felicidad? No lo creo, pero se le parecía. Desde entonces solo hice que prosperar y vivir a mi aire. De manera modesta, pero sin ningún hombre cerca que pudiera mangonearme.
Hasta hoy. Han pasado casi veinticinco años. Y desde el mismo andén de entonces veo que todo ha cambiado. Yo misma he cambiado. Aún no soy vieja pero lo parezco: no he llevado una vida entre algodones y se nota. El cáncer terminal que me diagnosticaron hace seis meses ha acabado de rematar la faena. Mi piel se ha surcado de arrugas de manera repentina. He ganado mucho peso por culpa de esos tratamientos hormonales y me siento tan cansada… Me duele el cuerpo entero. Y por eso he vuelto a mi ciudad, porque ya me han desahuciado y quiero morir aquí. Respirar por última vez este aire cargado de salitre, llenarme los pulmones con él, sentir sobre mi piel la caricia de la brisa bajo la luz dorada del sol. Quiero mecerme hasta dormirme entre las olas del Mediterráneo, el mar de mi infancia: la única época que verdaderamente añoro.