La subinspectora Greena Holt observaba a través del falso espejo cómo el inspector Próculo Tontinus, un policía duro que no se andaba con chiquitas, interpelaba a Berg Smirnok sobre el último incidente acaecido en la ciudad. El suceso andaba ya en boca de todo el mundo y había que esclarecerlo cuanto antes. A Tontinus le gustaba llevar los interrogatorios a su manera y todavía resonaba en el ambiente el eco de sus frases características, las que solía emplear en los casos importantes. Eso sí, con su pronunciación típica a causa del frenillo: «habla ya, pedazo de bazofia», «no saldgrás vivo de aquí si no confiesas ahoga mismo», «te voy a poneg fino», «canta de plano de una puñetega vez» y otras lindezas por el estilo que habían intimidado en su momento a todos aquellos que habían tenido la desgracia de pasar por sus manos. Pero en esta ocasión tenía presente que Berg era solo un crío y estaba más comedido.
—¿Entonces, de vegdad que viste una nave alienígena en los alguededogues de Althea? ¡Contesta!
Mientras formulaba la pregunta acercó su grotesca cara al rostro del niño quedándose a escasos tres centímetros.
—Sí, señor.
Berg retrocedió hasta incrustarse en el respaldo de la silla: el aliento de Tontinus apestaba. A saber lo que comería el muy cretino. ¡Qué bien le iría cambiar de dieta! Seguramente tampoco estaría de más que hiciera alguna que otra visita al dentista.
El chico estaba asustado, no tanto por el hecho del que había sido testigo, como por la actitud de su interrogador. Sabía que una vez que hacía presa no la soltaba fácilmente. Al menos, esa era la fama que tenía.
—Y, dime… ¿Qué más viste, apagte de la nave?
El inspector alzó la cabeza y vio por el rabillo del ojo unas escamas que afeaban la manga de su uniforme. Se detuvo un instante para sacudírsela con su miembro superior terminado en garra y con membranas interdigitales, vestigio todavía conservado de sus más remotos antepasados.
Berg era todavía muy joven, incluso teniendo en cuenta que pertenecía a la raza de los reptilianos, pero tenía edad suficiente para comprender a lo que se exponía si lo contaba todo, así que trató de adoptar un aire ingenuo mientras omitía la información más sensible.
—¡Nada, señor! Solo vi cómo descendía y se perdía detrás del bosque. Estaba asomado a la ventana de mi habitación, por lo que no pude ver nada más. ¡Venga a mi casa a comprobarlo si quiere! —dijo con toda la determinación de que fue capaz, intentando que el tema quedara zanjado de una vez por todas.
Tontinus se había distraído con un revoloteo que se produjo en el bote de las chuches. Entonces metió la zarpa con cuidado, para que no se escapara ninguna, sacó un pequeño saltamontículos y se lo zampó de un bocado.
—¿Y a ti, mocoso? —dijo en tono despectivo— ¿Te apetece uno de estos o quiegues mejog un cagamelo?
Berg negó con la cabeza. No le apetecía tomar nada. Pero puestos a elegir, siempre se hubiera decantado por una chuche que no tratara de escaparse volando.
El inspector, deglutió con fruición el insecto y soltó un sonoro y hediondo eructo. Todavía se relamía de gusto cuando formuló su siguiente pregunta.
—Pog casualidad: ¿no iguías después al bosque a investigag por tu cuenta? —La obstinación era la principal virtud de Tontinus, por no decir casi la única, tal como estaba quedando de manifiesto.
Berg se sintió pillado en el embuste porque eso era exactamente lo que hizo, pero tenía que mantener su versión a toda costa. Necesitaba que no quedara ni un resquicio de duda de que él no sabía nada más de aquel asunto. Contestó al inspector intentando que el temblor de su voz no lo delatara.
—No señor. Era muy tarde. Si mi madre me hubiera descubierto saliendo de casa a esa hora me hubiera ganado una buena. Lo más seguro es que me hubiese castigado sin Zórtex durante un año por lo menos. —Zórtex era el videojuego de moda de aquella temporada y consistía en la caza de alienígenas virtuales, de los cuales había hasta tres mil clases diferentes—. Usted no conoce a mi madre, inspector Tontinus. De lo contrario no dudaría de mi palabra.
—Está bien, Begg. Te cgreo. De vegdad que sí. Ya puedes magchagte a casa —cedió al fin—. Pero te adviegto que si alguien te ve megodeando cegca de esa nave te la vas a ganag.
Saltaba a la vista que la tregua era solo momentánea. Berg sabía que sus argumentos no habían convencido del todo a Tontinus. Tendría que andarse con ojo si no quería volver a vérselas con él.
—Te estagué vigilando, no lo olvides —amenazó el inspector antes de dejarle marchar.
Berg salió alicaído de la sala de interrogatorios. Su padre lo esperaba con cara de mal genio, porque había tenido que pedir permiso en el trabajo para ir a buscarlo a la comisaría, pero no dijo nada. Se limitó a agarrarlo por el hombro y acompañarlo a casa en uno de los nuevos transporters públicos, los vehículos de levitación magnética más modernos de todo Belenus.
Tardaron como una belenihora y media en llegar porque la familia Smirnok vivía en las afueras de Althea, bastante lejos de donde se hallaba situada la comisaría. Se trataba de un barrio típico para familias reptilianas. La casa era muy bonita y tenía un enorme jardín donde los niños podían jugar a sus anchas. En realidad, todas las casas de esa zona eran iguales en su arquitectura, aunque el hecho de que cada una estaba pintada en diferente color eliminaba esa fatigosa sensación de uniformidad, como ocurría en los barrios de los inmigrantes. La de Berg era de color verde pastel, que contrastaba mucho con la de color rosa claro y la de color azul cielo que la flanqueaban. Allí vivía con sus padres y su hermana, además de un nuevo huevo que estaba a punto de romper el cascarón y al que su madre aguardaba impaciente. De hecho, hacía varias semanas que la reptiliana tenía la canastilla preparada. Estaba muy ilusionada con el nuevo miembro que muy pronto llegaría a la familia.
Al llegar a casa Berg besó a su madre que le aguardaba en la cocina con la cena preparada. Algunas de las viandas continuaban tan frescas que todavía se movían en el plato. Lo cierto es que en cualquier otro momento se hubiera abalanzado sobre ellas y las hubiera hecho desaparecer en cuestión de pocos beleniminutos porque estaba hecho todo un tragaldabas y nunca tenía bastante comida. Pero esa noche Berg había perdido el apetito. Lo había pasado mal durante el interrogatorio y quería estar solo en su habitación. Entonces, al ver la cara que puso su madre al decírselo, intuyó que se le avecinaba una nueva batalla.
—Pero mamá, si es que no tengo hambre. ¿Tanto te cuesta entenderlo?
—¡Tú cenas ahora mismo porque lo digo yo, que para eso me he pasado dos belenihoras metida en la cocina! Y si no, prepárate. ¡Estaría bueno…!
Cuando se ponía así, su madre asustaba. No comprendía de dónde le salía el genio, con lo menudita que era. Siempre había pensado que era la reptiliana más guapa del mundo, pero en momentos como aquel, perdía todo el encanto
—No estamos para andar tirando la comida, Berg. ¿Es que no sabes que todavía quedan muchos actínios que pasan hambre?
Los actínios eran los inmigrantes procedentes de Actínia, uno de los continentes más áridos de todo el planeta, donde no crecían ni las malas hierbas.
—¡De verdad, mami! ¡Que me duele la barriga…! No me obligues a comer que potaré —parecía una seria amenaza—. Deja que suba a acostarme ya. Además, me parece muy buena idea eso de que les des mi cena a los actínios. Seguro que ellos te lo agradecen mogollón.
—Vete a la cama si es eso lo que quieres —claudicó por fin la buena reptiliana, aunque el enfado no se le había pasado—. Pero que conste que la cena la tendrás de desayuno. En esta casa se aprovecha todo, que la economía no está para tirar cohetes y a tu padre le pagan una miseria. Además, cuando nazca tu nuevo hermanito, a ver cómo llegamos a fin de mes. Para ir un poco más desahogados necesitaríamos que nos tocara el Belenomillón, porque si tenemos que esperar a que asciendan a tu padre… —Entonces lanzó una mirada de profundo resentimiento a su marido, que contemplaba la escena en silencio.
El padre, ofendido por la poca delicadeza de su esposa, estuvo a punto de intervenir, aunque al final no lo hizo por miedo a ser él quien terminara pagando el pato por la última barrabasada de su hijo. Estaba harto de que siempre anduviese metido en líos, aunque esta era la primera vez que había terminado detenido.
Tan pronto como su madre, aunque a regañadientes, le dio el consentimiento, fue a su cuarto y se tumbó en la cama. Por fin podía estar tranquilo, ya que tenía mucho en qué pensar. Pero la alegría le duró poco porque enseguida entró Cris, su hermana menor.
—¡Berg! ¡Berg! ¿Me perdonas? —Hacía bien en mostrarse arrepentida porque lo había traicionado de todas todas—. ¡No me dijiste en ningún momento que no podía contar nada a los papás! —le recriminó la chiquilla. Encima se hacía la ingenua.
Pese a ello, Berg se mostró indulgente. La culpa era solo suya por contarle esas cosas a una reptiliana de tan solo cinco años.
—Cris, déjalo, que ya se ha aclarado todo. ¡Te perdono!
—Pero, entonces… ¡Me has mentido! —replicó ella con inocencia y una pizca de incredulidad, también—. ¡No es verdad que vieras al monstruo! ¡Eso es lo que me ha dicho mamá! —Todavía estaba confusa.
Entonces Berg se levantó de la cama y, por miedo a que su hermana volviera a las andadas con esa historia que tantos perjuicios le estaban ocasionando, le gritó sacando pecho.
—Sí. ¡Tonta del bote! ¡Te he mentido! Solo que tú has sido tan boba que te lo has creído. ¡Cómo va a existir un ser tan espeluznante como ese…!
Era verdad que había exagerado para darse importancia, ya que al alienígena tan solo lo había visto de lejos y apenas unos segundos.
—Ni en todos los Zórtex de Belenus podrías encontrarlo —añadió para rematar—. ¡Lárgate ya de una vez, enana! Y no vuelvas más en toda la noche, que quiero estar tranquilo. ¡Así que ya lo sabes…! ¡Multiplícate por cero!
Su actitud había sido intimidatoria a propósito. Era consciente de que su hermanita no había tenido la culpa y aunque a veces se divertía haciéndole rabiar, este no era el momento en el que más le apetecía. Sin embargo, no le había quedado más remedio que ponerse duro con ella. Su seguridad y la de su familia podrían estar en juego. Había visto muchas pelis en las que el malo de verdad era el policía que perseguía con saña al pacífico extrabelenusino para someterlo a toda clase de experimentos científicos, sin importarle a quién tuviera que jorobar para conseguirlo. Ahora Berg se encontraba exactamente en esa situación. Era el único obstáculo entre el inspector Próculo Tontinus y el alienígena. No podía dar un paso en falso.
Mientras tanto, Cris salió llorando de la habitación. Moqueaba y de sus brillantes ojos de color gris metálico brotaban lágrimas rojas, indicativas de rabia. Pero con todo lo que había pasado aquel día, no se atrevió a irle con el cuento a nadie. Se refugió hipando en su habitación sin meter más ruido del necesario. No quería ganarse encima una regañina de sus padres.
Ilustración original de Juanjo Ferrer para el libro editado por Desafíos Literarios